Hoy cuando la gente en Estados Unidos salga a votar y las elecciones terminen oficialmente en horas de la noche, una gran mayoría respirará con alivio. Los motivos sobran.
Y es que, como nunca antes se había visto en la historia moderna de Estados Unidos, la campaña electoral hacia la Casa Blanca se transformó en un feroz campo de batalla y un espacio donde, lejos de primar las ideas y el intercambio de propuestas, brillaron los insultos, las confrontaciones raciales y los actos de violencia.
He sido testigo y parte de al menos cuatro elecciones presidenciales. Con absoluta certeza puedo decir que la carrera entre republicanos y demócratas ha estado muy lejos de ese marco de tolerancia y civismo que siempre caracterizó el ejercicio de la política local.
La tempestad arrasó en ambos bandos y cobró una factura que será difícil de pagar a tiempo. Es un hecho, por ejemplo, que la retórica de odio y revanchismo del candidato republicano Donald Trump caló hondo en un segmento del electorado que ahora sale a la calle y se entrega a un activismo que tiene más similitudes con una barra brava que con un partido tradicional. Son votantes que, generalmente, no le toman el pulso a la política, pero en épocas electorales creen tener conocimiento y sabiduría para juzgar a los inmigrantes o culpar de todos los males al primer mandatario negro de la historia nacional.
En el lado demócrata las aguas también estuvieron movidas. Y aunque es cierto que su candidata, Hillary Clinton, nunca apostó por una retórica confrontacional y xenófoba como la de Trump, tampoco dejó de morder el anzuelo y terminó diciendo cosas de las que después se arrepintió. Una de ellas: calificar negativamente a la mitad de los votantes y seguidores de Trump como una casta de deplorables.
Lo más triste del momento histórico que vive Estados Unidos es que estas fracturas, divisionismos y tensiones no quedaron únicamente en el ámbito público o en las actividades proselitistas de los candidatos. Llegaron a los círculos familiares y se propagaron entre amigos. Así, hablar de política y compartir favoritismos por uno u otro candidato se convirtió en un riesgo, casi en un acto suicida, que podía terminar con una relación de varios años, o acaso distanciar a hermanos, hijos y padres. Usted escoja.
A estas alturas sería saludable regresar a un clima de estabilidad y dejar a un lado el país polarizado que heredamos al final de la campaña. Sin embargo, existe el presentimiento de que las divergencias y confrontaciones continuarán con más fuerza. Esto probablemente responda al curso de la campaña y a la crudeza con que se desarrolló. El resultado es que terminó por legitimar posiciones y líneas divisorias.
A título personal, lo vi hace un par de semanas cuando Clinton y su equipo de trabajo llegaron al centro de Tampa para un mitin de campaña. Ocurrió de la misma forma con una presentación multitudinaria de Trump en las afueras de Orlando. En ambos casos, la tensión y el roce entre seguidores y adversarios dieron lugar a choques y ataques que la policía debió cortar en primera.
Lo cierto es que si alguien hubiese dicho que Estados Unidos protagonizaría una campaña electoral carente de equilibrio, valores y respeto, nadie lo hubiese tomado en cuenta. Hoy quizá sería una voz muy respetada.