Hace unas semanas se publicaron dos documentos muy relevantes en materia de derechos humanos. El primero, el Informe Feinstein en Estados Unidos, que echó luces sobre las torturas cometidas por la CIA contra 119 personas detenidas durante la guerra contra el terrorismo. El segundo, el Informe de la Comisión Nacional de la Verdad de Brasil (CNV), que reportó más de 430 casos de desapariciones forzadas realizadas por la dictadura militar de ese país de 1964 a 1985. El dato curioso de estas revelaciones es que, a pesar de tratarse de contextos marcadamente diferentes (una democracia, por un lado, y una dictadura militar, por el otro), en ambos casos, como sucedió en nuestro país con la CVR, la respuesta de los sectores conservadores de derecha fue sorprendentemente similar.
Así, en Brasil, el presidente del Club Militar, Gilberto Rodrigues Pimentel, criticó el informe de la CNV por parcializado. Señaló que “de sus 29 recomendaciones [...] ninguna hace referencia a los actos de los terroristas, guerrilleros, secuestradores y asesinos izquierdistas que intentaban tomar el poder por la fuerza y establecer en el país un gobierno totalitario comunista de modelo soviético, chino o cubano”. En Estados Unidos, por su parte, el ex vicepresidente Dick Cheney respondió a sus detractores preguntándoles cuán amables hubiesen querido ser ellos con los asesinos de 3.000 personas inocentes en el 11 de setiembre.
El discurso será, pues, familiar para cualquiera que haya seguido el debate alrededor de nuestra experiencia con el terrorismo. La tortura y las violaciones a los derechos humanos serían durezas necesarias en situaciones de crisis; aquella noción del héroe subrepticio que hace lo que otros no pueden o no tienen el coraje de hacer. Con esta visión, no torturar a nuestros enemigos es una concesión, una gracia que una sociedad que lucha por su propia supervivencia no puede darse el lujo de asumir. Parece, pues, que personas que piensan que el fin sí justifica los medios las hay en todos lados, del Perú a Brasil y Estados Unidos; un poderoso recordatorio de la innata capacidad del ser humano para ser inhumano.
Estas ideas, sin embargo, parecieran estar perdiendo la batalla. Según el Ministerio de Justicia y Derechos Humanos (Minjus), del (escandaloso) 29% de peruanos que considera que existen situaciones en que se justifica violar derechos humanos, apenas un 8% lo haría en casos de terrorismo (30% lo haría en casos de violación de niños). Y es que incluso si los argumentos morales fueran insuficientes para apartarnos de la apología (no lo son), lo cierto es que esta teoría descansa sobre una premisa falsa: que el Estado solo le negará derechos humanos a quienes no los merezcan; que la inclemencia será reservada solo para los malos. La verdad, empero, es que el Estado es ineficiente incluso para diferenciar enemigos de amigos. Un Estado desbocado, capaz de matar sin previo juicio, capaz de torturar y mutilar, difícilmente se tomará la molestia de identificar a sus víctimas con el estándar de debido proceso que merecen los ciudadanos de toda democracia.
Por estos motivos, entonces, una sociedad tiene que estar por encima de los monstruos que crea, tanto los que buscan destruirla como aquellos que alegan querer protegerla; y somos nosotros, los ciudadanos de a pie, la primera y última línea de defensa.