Siempre consideré inconveniente introducir, durante procesos electorales, temas álgidos de nuestra política exterior, cuanto más si alguno tiene un cariz controvertible, como es el caso del triángulo con Chile. A este tema se ha referido, precisamente, el ex presidente Alan García, ofreciendo solicitar “un arreglo de buena voluntad” que, de no prosperar, se podría recurrir al arbitraje o pedir una aclaración de su fallo a la Corte Internacional de Justicia.
Por su parte, el candidato César Acuña, desde Tacna, intentó sin éxito ingresar al triángulo acompañado por un puñado de seguidores, con el fin de realizar una manifestación patriótica. Esta actitud recuerda la que protagonizó el presidente Humala, cuando candidato, y denota no solo falta de imaginación, sino pocos escrúpulos, pues actitudes como esta no resolverán el reclamo chileno y, más bien, pueden enturbiar nuestras relaciones con el país vecino.
También la lideresa de Fuerza Popular, Keiko Fujimori, al ser consultada al respecto, respondió que el fallo de La Haya ya sentó una posición en el tema del límite marítimo y que “no teníamos nada pendiente con Chile en el tema terrestre”, una afirmación políticamente correcta. Agregó, además, que “el triángulo terrestre es peruano y no hay ninguna interpretación más que hacer”, frases que denotan una adecuada firmeza que se condice con la realidad.
Para dar solución a este tipo de problemas, sin embargo, no basta tener la razón ni poseer la interpretación correcta, sino que la otra parte la acepte o una instancia supranacional la imponga como mejor derecho.
En marzo del 2001, mientras yo era embajador en Santiago, se produjo el incidente de la llamada caseta que Chile decidió levantar en medio de nuestro territorio, arguyendo poseer la soberanía del triángulo terrestre. Los fundamentos esgrimidos implicaban la afirmación de que dos actas para evitar incidentes pesqueros –una de 1968 y la otra de 1969– habían modificado la línea limítrofe estipulada en el Tratado de 1929 y sus instrumentos demarcatorios, una posición a todas luces deleznable y contraria al derecho.
Desde esa data (y no después del fallo de La Haya), Chile no ha modificado su posición respecto al triángulo, aun cuando el incidente fuere superado aplicándose acuerdos de corte militar. Al emitirse el fallo de la corte, y pese a que su letra dice todo lo contrario, el entonces presidente Sebastián Piñera afirmó que este organismo confirmaba la soberanía chilena del triángulo.
La posición chilena sobre la línea paralela a partir del Hito 1, sostenida desde el 2001, no solo tenía una connotación terrestre, sino marítima.
Por ello, mi posición personal fue iniciar la solución pacífica de ambas cuestiones en dos tramos estratégicos. El primero acudiendo al arbitraje estadounidense amparados en el artículo 12 del Tratado de 1929, para solventar exclusivamente la discordia terrestre (antes de pasar a la discordia marítima).
Esto pues Chile desconocía la existencia del punto Concordia, el cual estaba llamado a constituirse en la soldadura del límite terrestre con el marítimo, y era previsible que un fallo de puro derecho bien pudiera confirmar no solo la existencia de este punto sino, además, su ubicación exacta a través de una demarcación cartográfica arbitral.
Por lo demás, el hecho de haber pactado con Chile el arbitraje en el Tratado de 1929 implicaba conceder al árbitro no solo la facultad decisoria exclusiva, sino excluyente, sobre cualquier cuestión interpretativa del tratado.
Por ello, en su fallo, la Corte Internacional de Justicia se inhibe de pronunciarse al respecto, cuando en el punto 175 dice: “La corte no está llamada a tomar posición acerca de la ubicación del punto Concordia, donde empieza la frontera terrestre entre las partes”, cita que desmiente totalmente la afirmación del ex presidente chileno, agregando el fallo: “La corte observa que podría ser posible que el mencionado punto no coincida con el punto de inicio del límite marítimo”, con lo cual el tema del triángulo lo deja intocado.
Con estas aclaraciones, cabe preguntarse si un arreglo de buena voluntad, como el que ha mencionado el ex presidente García, por ejemplo, implicaría que Chile reconsidere y desista de su posición –algo que difícilmente podríamos esperar–. O, por otro lado, si el candidato de Alianza Popular estaría dispuesto a activar el arbitraje previsto en el artículo 12 del tratado.
Activar el arbitraje resulta una perspectiva, a todas luces, viable, pues requerir una aclaración a la corte sobre su fallo nos llevaría, posiblemente, a una nueva inhibición del organismo para pronunciarse sobre la ubicación del punto Concordia, algo que dejaría irresuelto nuevamente el reclamo chileno.