Hacía años que en nuestra región latinoamericana no se daba un éxodo tan intenso. Quienes hemos acompañado por años el drama venezolano vimos cómo se iba gestando una tragedia ya conocida: un líder carismático y narcisista, aumento exponencial de la corrupción, el desfalque del Estado y el control de sus otros poderes y, por supuesto, la reelección continua. Y ahora el éxodo. Un proceso migratorio de grandes proporciones –y tan cerca de nosotros– impacta. La diáspora venezolana no solo es una idea lejana sino que ya la sentimos al lado nuestro.No todos han reaccionado bien a la inmigración. Hay compatriotas que atribuyen el sentirse desplazados o interiormente humillados a la presencia de los caribeños, con o sin razón. La novedad de los recién llegados, con las características humanas propias de un pueblo valorado por nosotros (por su música, su personalidad extravertida –real o imaginada– y su respetada, y añorada, tradición democrática), y muchos de ellos con una mejor preparación profesional o técnica que nosotros, los hace más atractivos para realizar diversos trabajos que nuestros compatriotas.
Es comprensible que algunos se angustien con la llegada de los venezolanos. La reacción de rechazo a lo desconocido tiene un origen evolutivo que contribuyó a nuestra supervivencia. En los inicios de la raza humana los extraños eran siempre enemigos potenciales y la dinámica entre nuestros ancestros, durante milenios, fue vencer o morir. Es por esto que hasta el día de hoy sentimos ese impulso, que está en la base de la xenofobia. La aceptación de los otros, de lo nuevo o diferente, es una adquisición lenta, difícil y parcial de la civilización. Recordemos que los mayores genocidios de la historia han ocurrido muy recientemente, en el siglo XX. Es esta misma reacción la que vemos expresarse actualmente en Estados Unidos, cuyo muro que busca separarlo de México es el deseo de construir en la realidad el que ya existe en la mente de parte importante de su población. Pero a pesar de lo arduo del camino hacia una convivencia más tolerante y capaz de valorar las diferencias, llevamos en nosotros una fuerza (ya no darwiniana sino de conciencia) que nos lleva a seguir en esa dirección, sepámoslo o no.Soy de la opinión de que la llegada de los venezolanos es una buena noticia para nosotros. Tiene un potencial de desarrollo que no debiéramos desaprovechar, ya que, al producir un cierto desequilibrio e inquietud, nos coloca frente a un reto. De las múltiples oportunidades que surgen de esta situación, quisiera señalar dos, ambas en el mismo sentido: nuestro desarrollo como individuos y como país. La primera es la posibilidad de mejorar nuestra autoestima, como peruanos. Haría bien a nuestra psique colectiva ser capaces de acogerlos bien: con tolerancia, curiosidad y simpatía, sin estafarlos, denigrarlos ni idealizarlos. Además, el mestizaje produce un enriquecimiento de la cultura (perspectiva no compartida por aquellos, cada vez menos numerosos, fijados en la pureza de su “raza” cualquiera sea). Recibir sangre nueva, con relatos y tradiciones que traen un sentido novedoso, solo puede hacernos bien como país. Además, su venida nos da la oportunidad para ejercer la reciprocidad, uno de los gestos más virtuosos que existen, y de experimentar ese sentimiento en nosotros. En la cultura andina se conoce como ayni a una forma de ayuda mutua en donde está presente esta actitud recíproca. No olvidemos nuestra propia migración masiva a Venezuela en los aciagos años 80 y la manera como fuimos allí acogidos.
La segunda oportunidad, que es un reto enorme para algunos, es aceptar el estrepitoso fracaso del gobierno de Chávez y de Maduro en Venezuela. Aquellos líderes políticos, gremiales y los ciudadanos de a pie que durante años han deseado para nuestro país el “socialismo latinoamericano” (menos pernicioso que el soviético pero menos evolucionado que el de los países escandinavos) deben –y sí es un deber– enfrentar con dolor y responsabilidad la crisis personal en la que sin duda se encuentran. Su obligación es dejar las consignas aprendidas y encontrar otra manera de articular las nociones de libertad e igualdad social (que son el bien superior), con un modelo económico eficiente y en democracia. Nada más pero nada menos. A esas alturas queda claro que el lugar de todos los clichés ideológicos es un tacho. Quizá más adelante sea un museo. El desarrollo ciudadano y el bienestar social debe buscarse con la educación, no solo en términos cognitivos (lo que la prueba PISA mide) sino emocionales y de consciencia cívica y solidaria. Un indicador de cómo estamos, en ese sentido, es la manera como vamos acogiendo a los venezolanos. Y si bien las redes sociales pueden ayudar con esta consciencia, como ya lo hacen los movimientos convocados por #UnaSolaFuerza o #NiUnaMenos, a quien le corresponde actuar y coordinar con inteligencia y perspectiva histórica todo este proceso de cambio es al gobierno. Si el actual no lo hace, tendrá que ser el siguiente. No podemos detenernos.