Una niña de 9 añitos –a quien seguramente muchos aún le dirían bebe– fue violada por su padre, forzada a llevar un embarazo y dar a luz. Otra criatura de 11 años fue violada y estrangulada. Estos sucesos abominables suscitan, en un mínimo, el deseo de entender por qué puede ocurrir algo tan terrible a nuestros seres más inocentes. Asimismo, es comprensible que, de lo más profundo de nuestros seres, demandemos justicia.
Ciertamente, podemos hacer varios diagnósticos sobre las causas de estos actos indescriptibles. Podríamos pensar, por ejemplo, que esta violencia dirigida a dos niñas podría resultar del poco valor que le damos a nuestro género femenino, reducido a objeto de satisfacción de cualquier deseo masculino. Y también que esta violencia es consecuencia de la pobreza. Pero resulta –como lo demuestra el caso del Sodalicio– que muchos niños varones también son víctimas de violencia sexual perpetrada por adultos y que estos hechos también se dan en grupos sociales acomodados. Entonces, aquí existe algo más allá de la pobreza y de las relaciones de poder entre los géneros.
Podríamos pensar que estos hechos ocurren en determinados tipos de países. Pues bien, un reporte del 2014 del International Business Times nos dice que los tres países con más violencia sexual contra menores de edad son Sudáfrica, India y Zimbabue, lo que parecería decirnos que se trata de países “subdesarrollados”. Pero resulta que los siguientes dos países en esa horrible lista son Inglaterra y Estados Unidos, el corazón del muy “desarrollado” mundo anglosajón.
Sea cual fuese la explicación, lo cierto es que estamos ante un problema masivo. Unicef sugiere que en el 2014 alrededor del 10% de niñas por debajo de los 20 años había sufrido alguna agresión sexual en su vida. Señala también que existe violencia sexual experimentada por niños varones, pero que no hay estadística confiable al respecto. Finalmente, menciona que, en general, no llegamos a conocer la magnitud de la violencia sexual experimentada por niñas y niños a escala global porque ella ocurre en la penumbra, es subreportada y existen algunos niveles de tolerancia social en diferentes contextos.
La explicación caso por caso de estos comportamientos es seguramente muy compleja. Por tanto, así también tendrían que ser las respuestas generales a este drama. Entre ellas deberá estar asegurar sistemas de prevención contra estos crímenes, capacitando a maestros, salubristas, policías y comunidades enteras para detectar situaciones actuales y potenciales de abuso, junto con un sistema de servicios sociales y de salud capaz de albergar a niños en riesgo. Pero los hechos específicos de los últimos días están generando un debate sobre respuestas igualmente específicas. ¿Qué hacemos con el violador y asesino de San Juan de Lurigancho? ¿Que debimos haber hecho en el caso de la niña-madre de Tacna?
En el caso de la niña asesinada en San Juan de Lurigancho, hay un reclamo de parte de sus padres y de la comunidad para que se le aplique al perpetrador el castigo más severo. Y muchos piensan que ese castigo debería de ser la pena de muerte, pese a que en la legislación peruana se contempla solo para traición a la patria. Sin embargo, no hay evidencia internacional alguna que muestre que la pena de muerte tenga capacidad disuasiva. Más bien, sí sabemos que esas muertes nunca nos han devuelto a un ser querido. También sabemos que una fuerza policial confiable y bien capacitada para cuidar a los ciudadanos, grandes y pequeños por igual, sí ha servido para reducir las tasas de criminalidad y crear comunidades más seguras.
En el caso de la niña en Tacna, víctima de incesto y forzada a llevar a término su embarazo: ¿Quién toma las decisiones? ¿Ese mismo padre que la violó y la embarazó? ¿No se supone que el Estado es el garante último de los derechos de las personas, especialmente de los niños que no están en condiciones de decidir sobre estos temas? Todos saludamos que el Estado genere normas como la prohibición de venta de cigarrillos o alcohol a menores de edad, pues hay que proteger su derecho a la salud más allá de su inmediata comprensión y de los que sus familias opinen. Asimismo, vemos con buenos ojos que el Estado le quite la custodia de los niños a familias en donde prevalece el descuido y el abuso. ¿No califica como suficiente abuso el caso de una niña violada y embarazada? ¿Era necesario que ese embarazo continúe? ¿No era este un caso en el que debió al menos considerarse la terminación temprana de ese embarazo para que esa niña –que ya había sido violada por su propio padre– no tuviese encima que cargar con la responsabilidad de la maternidad a esa edad?
Es claro que hay una multiplicidad de problemas estructurales como los anteriormente mencionados, incluido en ello la normalización de estos actos de violencia, particularmente dentro de familias y comunidades disfuncionales. Por eso mismo, es un error pensar en respuestas ‘simples’ que no consideran la complejidad del problema. Peor aún, enfocarse en solo una causa e invisibilizar las otras pueden dejar abierto el espacio a otros perpetradores de violencia.
Reitero, en momentos como estos, donde no hay palabras para expresar la pena, menos hay respuestas fáciles. Asegurar la protección de niños, respondiendo caso por caso, buscando justicia, pero cautelando derechos, es igualmente complicado. El camino es largo.