El artículo “Infraestructura y crecimiento” publicado en estas páginas el viernes pasado merece algunos comentarios.
Según señala, cada obra de infraestructura agrega algo al crecimiento de la economía, por un tiempo limitado. Pone como ejemplo la línea 2 del metro con US$5.700 millones de inversión (alrededor de 3% del PBI), y afirma que eso no implica que la economía crecerá 3% más el año próximo, sino que, si la inversión se hiciera en tres años, agregaría 1% al PBI cada año. Pero solo aparentemente, pues un tercio del total se invierte en componentes importados y otro tercio en equipos y personal que no agregan nada nuevo (porque según dice igual se ocuparían en otra obra). Así que, en este ejemplo, solo un tercio de la inversión aporta realmente al crecimiento, con una contribución anual de 0,3% del PBI.
No cabe argumentar que contratar equipos y personal no agrega nada nuevo porque igual se ocuparían en otra obra, como si hubiera pleno empleo. Tampoco cabe medir el impacto potencial de la infraestructura para una sola obra. Hay una enorme brecha de infraestructura que enfrentar con un conjunto de obras simultáneas. Ese es el reto.
El Banco Mundial, el Fondo Monetario Internacional (FMI), el Banco de Desarrollo de América Latina (CAF) y el Banco Interamericano de Desarrollo recomiendan a los países invertir masivamente en infraestructura, endeudándose a largo plazo, para dinamizar sus economías. McKinsey halló que el mundo necesita invertir US$57 trillones (80% del PBI mundial) en infraestructura al 2030, para alcanzar un ritmo moderado de crecimiento.
CAF señala que los países latinoamericanos deberían invertir anualmente al menos el 6% de su PBI, como lo hicieron por décadas los países asiáticos que lograron desarrollarse y salir de la pobreza. Al hacerlo, creceríamos de 1,5% a 2% más cada año, considerando que, según “The Economist”, el mayor potencial de crecimiento anual por cada 1% del producto que se invierta en infraestructura varía entre 0,31% y 0,37% del PBI.
El artículo agrega que se supondría que a partir de su entrada en operación un proyecto genere un crecimiento continuo de la economía, pero no es así. Luego asume como ejemplo una carretera que, utilizada a plena capacidad, produce beneficios equivalentes al 1% del PBI, y si alcanza su capacidad en dos años, contribuirá 0,5 % al año durante dos años. Luego se estabiliza, y eso es todo.
Lo cierto es que los proyectos generan beneficios directos e indirectos mientras se construyen, más beneficios inducidos que perduran tras finalizar la construcción. Sus impactos sobre la producción, empleo e impuestos son cuantiosos, y se traducen también en un incremento en el consumo futuro y un mayor bienestar. El artículo ignora el efecto multiplicador de la infraestructura y las oportunidades que brinda a lo largo de sus años de vida útil.
Finalmente, concluye diciendo que la inversión en infraestructura tiene que dirigirse a proyectos que la gente valore al menos tanto como costaron, y que los demás proyectos son elefantes blancos.
No es así. Los beneficios de los proyectos son cuantificables y superan largamente su costo. Por ejemplo, dotar de agua y saneamiento trae mejoras de salud y potencia la productividad laboral. Según el FMI, si los proyectos están bien priorizados, procesados y ejecutados, a la larga la relación entre deuda pública y PBI declina. En este contexto, hablar de elefantes blancos parecería solo destinado a alarmar a lectores desprevenidos.