La lectura de la correspondencia del siglo XIX permite entender las grandes dificultades que enfrentó la frágil República Peruana, condenada desde su nacimiento a la guerra interna. En ese sentido, cabe recordar las palabras de Simón Bolívar en vísperas de su llegada a Lima: “Es preciso trabajar –le escribió a Joaquín Mosquera–, por que no se establezca nada en el país y el modo más seguro es dividirlos a todos [...]. Es preciso que no exista ni simulacro de gobierno y esto se consigue multiplicando el número de mandatarios y poniéndolos todos en oposición. A mi llegada, el Perú debe ser un campo rozado para que yo pueda hacer en él lo que convenga”. Algunos años después de la instauración de un modelo de corte personalista en que la opinión del otro era obviada, la correspondencia de Domingo Nieto retrata la polarización reinante en el Perú. “Amigo –escribió el general moqueguano en medio de aquella ‘guerra maldita’ que se lo llevó a la tumba–, marcharé pronto a pelear y usted cuente que los facciosos colocarán su silla sobre nuestros cadáveres o los perseguiremos hasta encerrarlos en los infiernos. Esa raza debe exterminarse si queremos patria”.
El conflicto interno de 1834 que escaló en la Guerra de la Confederación (1836-1839) no solo significó la pérdida de la hegemonía peruana sobre el Pacífico sur, evidente en el predominio de Valparaíso, sino que derivó en la militarización de la política. Así, mientras nuestros vecinos del sur se enorgullecían de su civilidad, exhibida en sucesiones presidenciales medianamente controladas, en el Perú la lucha por el poder se definió en procesos electorales muy violentos. Los que, usualmente, acababan a balazo limpio. En breve, la falta de acuerdos políticos entre los civiles, disminuidos frente al poder militar, cedió paso al entronizamiento de la cultura de la guerra donde el adversario debía desaparecer.
Un reflejo de la política de mediados de siglo XIX aparece en una carta escrita por el futuro presidente Manuel Pardo, quien, en plena guerra civil de 1858, le señalaba a su primo José Antonio de Lavalle que el régimen peruano era la “anarquía moderada”. La respuesta de Lavalle ante un concepto tan estrambótico no se hizo esperar. La política peruana –subrayó en su irónica carta de regreso– era “un laberinto capaz de enredar al mismo diablo”. De ese laberinto diabólico ninguno salió con buen pie: Pardo fue asesinado en 1878 en la puerta del Senado por un miembro de su guardia de honor. Años después, Lavalle presidió la delegación peruana que firmó el Tratado de Ancón (1883). Esto después de haber enterrado a su hijo caído en San Juan y Miraflores.
En días recientes hemos sido testigos de cómo, durante una sucesión de huaicos, accidentes mortales de tráfico y atentados con granadas del sicariato internacional, la clase política prosigue con la cultura de aniquilamiento del adversario que ha definido nuestra convulsionada historia. Sorteando el lodo, las piedras y los insultos de todo calibre, muchos se sorprenden ante la política de la confrontación que nos desborda. Olvidan que ella está en nuestro ADN y, por ello, se expresa en las carreteras, en los ministerios, en las oficinas públicas y privadas y en las redes sociales. Mientras no se desmonte la cultura de la guerra, instalada tempranamente en nuestras mentes, será muy difícil imaginar un proyecto nacional que nos integre y nos conduzca a una vida mejor.