La muerte me rondó hace pocos días. Primero vino a recoger a mi entrañable amigo Julio Cotler y luego regresó por mi adorada madre. Mientras escribía esta columna para darle sentido a las lecciones, sobre la vida y la muerte, de dos personas que siempre recordaré con ternura, se suicidó el ex presidente Alan García. A diferencia de Lida y Julio, dos hijos de la crisis de 1929 que batallaron valientemente contra el cáncer, el controversial mandatario decidió quitarse la vida, dejando una inquietante “carta de despedida” a su familia. En la misma les confesaba que “la misión de su existencia” fue conquistar el poder para su partido. Sin embargo, los recientes ataques de sus adversarios, a quienes acusó de orquestar la orden de prisión preliminar que nunca se concretó, lo obligaron a dejarles “su cadáver como una muestra de desprecio”.
Considero que palabras tan poco edificantes, aunque en la línea confrontacional de García el jacobino, no son propias de un estadista moderno sino de un señor de la guerra del siglo XIX. De un caudillo que, como fue el caso de Agustín Gamarra, nunca conoció de límites y mucho menos de autocontrol. Y en esa loca carrera por el poder, de la cual el discípulo de Haya de la Torre es todo un ejemplo bicentenario, se sacrificaron vidas, familias, fortunas y nuestra sufrida república fue arrastrada a excesos inimaginables. Los que culminaron en la debacle político-económica, la vergüenza y la ruina moral que todavía nos acompaña. La frase que Manuel Pardo pronunció en 1868 luego de la muerte de su padre Felipe Pardo y Aliaga (“Todo lo sacrificó al Dios de la política”) puede muy bien aplicarse tanto a él mismo, quien muere asesinado en la puerta del Senado, al mariscal Ramón Castilla, quien fallece iniciando su enésima revolución en Tiviliche y, obviamente, a Alan García. El primer presidente que, a pesar de tener un segundo gobierno reconocido y autoproclamarse inocente, maximiza su apuesta política llevándonos al territorio de lo espeluznante.
En 1989 –con mis dos hijos pequeños– dejé el Perú del primer gobierno de García, ese de la paloma blanca y el “futuro diferente”. Al igual que un millón de peruanos hui del derrumbe del Estado, de una hiperinflación incontrolable, de la vesania terrorista y de la absoluta falta de seguridad. El desarraigo que me causó el separarme de mi familia lo combatí escribiendo. Todavía guardo las cartas con mi padre y mi madre, y cuando el primero falleció, la relación, esta vez telefónica, con la segunda se intensificó. Sin esas largas conversaciones con mi mamá me hubiera sido imposible atenuar la pena de no verla, olerla y disfrutar de su deliciosa comida. Cuando la vida me trajo de vuelta desde Dublín, nos abrazamos fuerte y mientras ella lloraba le prometí que pasaríamos mi sabático recuperando el tiempo perdido. En estos tres últimos meses conversamos mucho y así fue cómo verifiqué la fortaleza, el carácter, la independencia y el inmenso amor por la vida que la caracterizó. Porque a pesar de la intensidad de su mal, mi mamá, al igual que Julio, se aferró a la vida y dio batalla hasta que se le agotaron todas sus fuerzas.
Los momentos más felices de mi vida –hasta este triste verano del 2019 en el que perdí a mi madre y a uno de mis mejores amigos– ocurrieron en La Punta. Cada vez que estaba por llegar a mi pequeño oasis de paz le escribía a Julio para contarle que andaba organizando un almuercito con pejerreyes a la vinagreta y chilcanos y él siempre me contestaba: “Ahí estaremos con Leo siempre y cuando cocine Enrique”, mi esposo a quien tanto quería. Mi relación con Julio empezó con varias discrepancias respecto a su modelo de interpretación de la historia política peruana y culminó en una maravillosa e inolvidable amistad. Me llenaba de alegría verlos llegar a él y a Leo –con su ramo de flores en la mano– y conversar con mi mamá sobre sus años juveniles, cuando Julio venía a La Punta para bañarse en Cantolao. Cierro los ojos y vienen a mi memoria esos magníficos atardeceres frente a la isla San Lorenzo con todos los comensales conversando, mientras celebran la vida y la amistad.
A pesar de venir de mundos diferentes, los funerales de Julio, un gran intelectual, y de mi mamá, una ama de casa chalaca, fueron semejantes. El primero fue en el Instituto de Estudios Peruanos y el segundo en la Parroquia de la Punta, espacios de vida comunitaria colmados de flores y de amigos que lloraban a quien partía pero también celebraban una vida plena. Muy a tono con las trayectorias vitales de tantos otros Julios y tantas otras Lidas que –desde sus respectivas trincheras– nos sostuvieron con su sabiduría y su profundo amor a través de décadas de locura, de ambición desbordada y de horror. Porque fue el amor por el Perú, por la familia, los amigos, la buena mesa y el conocimiento y no la obsesión con un poder efímero lo que movió a dos seres humanos buenos a vivir y morir ejemplarmente en un país tan carenciado como el nuestro. Del cual paradójicamente, también, proviene el barro de los verdaderos héroes que son muchísimos y que apuntalan en silencio a esta república tan hambrienta de amor, de compasión, de cordura y de verdad pero, sobre todo, de concordia y de felicidad.