Cuando usted lea estas líneas, la cuenta regresiva rumbo a la conmemoración del bicentenario de la independencia nacional habrá comenzado porque hoy el presidente Martín Vizcarra lanza en Huamanga la agenda de esta celebración que se prolongará incluso hasta el 2024, fecha coincidente con la conmemoración de los 200 años de la Batalla de Ayacucho. Pero más allá de los actos protocolares, de los discursos grandilocuentes, de los pechos henchidos y orgullosos, de las fotos circunspectas y de la pompa que rodea con frecuencia festividades semejantes, el bicentenario constituye una oportunidad única para hacer un balance de la trayectoria histórica de los últimos dos siglos y la posibilidad de plantearnos una profunda reflexión acerca de qué país hemos construido y cuál queremos para el futuro. Ha sido un largo y duro camino en el que debemos sentirnos orgullosos por lo que hicieron los precursores, los próceres, los hombres y mujeres de a pie que contribuyeron con su infatigable lucha, sangre y heroísmo a conquistar la independencia y a perfilar el Perú como nación.
En una ocasión tan especial como la que comenzamos, es hora también de avizorar con seriedad el país que queremos legar para las generaciones futuras, manteniendo lo bueno y desterrando todo lo malo. No será una tarea sencilla; por el contrario, será una tarea ardua y titánica, pues en muchos casos deberemos realizar reformas profundas. Pero ¿qué país debe ser ese? Permítanme hacer un ejercicio mental y ofrecer mi punto de vista para iniciar este debate que debería replicarse también en el seno de cada familia, en cada escuela, en cada centro de trabajo y enriquecerse con el concurso de todos los peruanos. Ese país que sueño es un país donde las libertades primen y el sistema democrático sea tan estable que las instituciones se transformen en verdaderos pilares de la confianza ciudadana, donde los partidos políticos se conviertan en auténticas representaciones de las diversas corrientes de pensamiento y que solo ansíen el progreso de nuestra nación y no el de un puñado de sus dirigentes. Un país donde los buenos triunfen sobre los malos, donde los hambrientos y menesterosos consigan alimento, donde todos los niños vayan a escuelas bien implementadas y ninguno de ellos padezca anemia o desnutrición crónica, donde los corruptos sean juzgados con todo el rigor de la ley sin favoritismos ni compadrazgos, donde los políticos cumplan sus promesas y los ciudadanos, en su mayoría, seamos ajenos a mezquindades, rencores, envidias. Un país donde los trabajadores reciban salarios justos y dignos, donde sus derechos laborales sean respetados; donde exista acceso universal a un sistema de salud de calidad, donde se consiga una pensión digna al jubilarse y se llegue a la vejez sin zozobra ni grandes carestías.
Un país donde convivamos en armonía con las diferentes etnias, credos, culturas que poseemos, dentro de un Perú sin excluidos ni marginados, donde nos enorgullezcamos de la condición de nación multicultural, multilingüística. Un país donde hayamos renunciado al atraso, a la falta de equidad de género, a la desigualdad de oportunidades, al racismo, a la homofobia, reafirmándonos que todos somos iguales: peruanos de pleno derecho. Un país donde se abandonó la espeluznante posición de ser uno de los lugares más peligrosos del mundo para las mujeres, donde ninguna de ellas sufra el miedo de salir a la calle sin ser agredida, ni corra el riesgo de ser acosada, maltratada, violada o, incluso, asesinada. Un país donde los lectores sean mayoría porque sacian en los libros el apetito voraz por incrementar y perfeccionar su educación y porque celebran en ellos el orgullo de contar con una variada cultura representada por una rica tradición de grandes escritores, poetas e intelectuales en general. Un país donde se respeta y venera a los artistas y les da el sitial que merecen porque reconoce en ellos su voz y su contribución al engrandecimiento de nuestra cultura. Un país que, sin claudicar en su camino al desarrollo, preserva su patrimonio natural, cuida el medio ambiente, dentro de un debate racional que promueve el desarrollo sustentable de la gran y hermosa geografía que poseemos.
Un país donde la violencia sea la excepción y no la regla, donde nadie tema ser víctima de un asalto, de perder la vida atropellado por un ómnibus o un automóvil que incumple las reglas de tránsito y que sabe que la justicia solo formará parte de las páginas policiales porque castigará con la fuerza de la ley a los delincuentes, ya que cuenta con magistrados probos e independientes. Un país donde predominen las buenas costumbres, donde los jóvenes encuentren en el deporte el refugio ideal para su desarrollo y sano esparcimiento, donde los estadios sean verdaderos puntos de encuentro y no de rivalidades ni absurdos enconos. Un país donde vivan personas carentes de ansiedades, alejadas de pequeñas e inservibles inquietudes, de angustias inútiles sobre el futuro, donde cada uno de nosotros se vuelva un forjador de sueños y que la felicidad que anhelamos todos sea un poquito más fácil de alcanzar. En síntesis, un país donde el bicentenario se haya convertido en una auténtica oportunidad para celebrar que los buenos tiempos de los peruanos llegaron para quedarse y que ahora formarán parte, para siempre, de nosotros.