Cuando Vilma Trujillo sufrió una enfermedad mental, su familia no acudió a un psiquiatra –que ni había en su pobrísimo pueblo del Caribe nicaragüense–, sino a las Asambleas de Dios, un grupo evangélico pentecostal. Ahí, el pastor Juan Gregorio Rocha diagnosticó que estaba poseída por un espíritu maléfico que la martirizaba, “como una serpiente”.
Según el pastor, Dios ordenó encender un “fueguito” para expulsarle el demonio a la mujer. Y él, junto a un grupo de cuatro fanáticos, obedeció. A Vilma –25 años, dos hijos– la desnudaron, la ataron de manos y la lanzaron a una hoguera. Mientras se carbonizaba gritando de dolor, el pastor Rocha celebraba: “¡Ya se va a morir y va a resucitar!”. Vilma murió después, en el hospital, con quemaduras en el 80% de su cuerpo.
El viudo de Vilma, Reynaldo Peralta, asegura que el pastor Rocha la violó antes de matarla. Reynaldo llevaba dos semanas fuera del pueblo ayudando a su madre, y no pudo protegerla. Ahora denuncia que él mismo recibe amenazas. La secta lo considera cómplice del demonio. Aunque la activista Juanita Jiménez, del Movimiento Autónomo de Mujeres de Nicaragua, sospecha que el asesinato de Vilma fue solo una manera de encubrir la violación.
Lamentablemente, el feminicidio no es nada raro en Nicaragua, un país de menos de siete millones de habitantes donde 345 mujeres han muerto violentamente en los últimos cinco años. Lo que vuelve el caso de Vilma especialmente espeluznante es el añadido oscurantista y medieval, mezcla de violencia de género con analfabetismo ramplón. Una vez arrestado, el pastor explicó ante el juez, con total naturalidad, que él no mató a Vilma, sino que ella cayó en el fuego cuando el espíritu maligno abandonó su cuerpo.
Su excusa no es nueva. De hecho, las brujas fueron inventadas por la religión para culpar a las mujeres por las barbaridades de los hombres. El tratado Malleus Maleficarum (El Martillo de las Brujas) que guio a los inquisidores desde 1486 es, en buena parte, un catálogo de los terrores masculinos. Algunos de sus capítulos se titulan “¿Pueden los diablos impedir la potencia genital?” o “¿Pueden las brujas hacer creer que el miembro viril ha sido separado del cuerpo?”. Después de leer este ilustrativo manual, los caballeros podemos estar tranquilos: somos inocentes. Todos nuestros problemas y nuestras faltas, de la impotencia al abuso sexual, del bestialismo a la pederastia, son culpa de unas mujeres.
Con frecuencia, tanto en Europa como en la América colonial, las supuestas brujas eran simplemente las que no encajaban en el poder patriarcal: esquizofrénicas, practicantes de cultos ancestrales, jóvenes de sexualidad libre o hasta solteras, resultaban las sospechosas perfectas de cualquier sequía, enfermedad o conflicto.
Muchas de ellas ni siquiera se podían distinguir con claridad de las beatas. Estudios históricos de Fernando Iwasaki y María Emma Mannarelli sobre el Virreinato del Perú muestran que, por los mismos actos que llevaron a los altares a Santa Rosa de Lima, muchas otras mujeres acabaron ante el tribunal del Santo Oficio. Lo que diferenciaba la santidad de la posesión diabólica era la interpretación arbitraria de esos actos que diesen inquisidores, sacerdotes y otros... hombres.
No debería sorprendernos, pues, que en el siglo XXI siga habiendo iluminados que crean en las brujas. No son creyentes, sino vulgares machistas. De hecho, son los mismos que discriminan a los homosexuales, y que no pueden defender sus fobias con argumentos. Como la fe no exige razones, la usan para vestir de mística su ignorancia, para justificar su salvajismo y para creer que su intolerancia es un mandato divino.