Bajo el lema “Lima quiere cultura”, colectivos de artistas se manifestaron la semana pasada para exigir que nuestras autoridades continúen con las iniciativas culturales de la gestión municipal anterior.
A juzgar por la matonesca y despectiva actitud con la que algunos se expresaron en contra de este pedido, uno pensaría que reclamar cultura en nuestro país supone una idiotez y una ofensa del tamaño de un estadio. Algo tan absurdo y subversivo, a ojos de estas personas, como pronunciarse en defensa del medio ambiente o de los derechos humanos.
Porque algún sentido hay que buscarle al hecho de que los calificativos lanzados contra los artistas hayan tenido a los términos “vagos comunistas improductivos” como denominador común.
Se trata, por supuesto, de una muestra más del exacerbado nivel de agresividad y polarización que caracteriza a la contienda de escupitajos a la que tan a menudo se reduce nuestra discusión pública. Pero, tristemente, es también reflejo de una sociedad que considera a la cultura como algo prescindible y hasta obsceno; y de una mentalidad que tiene a los artistas por parásitos y por herejes que reniegan del tan predominante como angosto credo que en todo busca productividad.
¿Por qué tendríamos que destinar recursos públicos a actividades culturales cuando tenemos tantos pendientes en seguridad, salud, limpieza y transporte? Esta pregunta, simplificadora y tramposa, se esgrime desde una óptica estrictamente utilitarista y ni siquiera coherente. Una lógica según la cual montar una obra de teatro es un despilfarro imperdonable, mientras que levantar una obra de cemento justifica cualquier desfalco.
La cultura es el estímulo indispensable para el desarrollo de nuestra sensibilidad, curiosidad y capacidad crítica. Es el mejor antídoto contra la estupidez y la arbitrariedad. Es el ingrediente capaz de convertir a las palabras en literatura, a los alimentos en gastronomía, al hierro y al concreto en arquitectura y a un rebaño de mamíferos en una comunidad de seres humanos. El desprecio hacia los esfuerzos por cultivarla es el más inequívoco síntoma de su escandalosa ausencia y de su imperiosa necesidad.
Cuidémonos, pues, de quienes nos quieren hacer sentir acorralados frente al dilema entre supervivencia y cultura. No hay tal. No hay, de hecho, supervivencia imaginable sin ella, a menos que lo que se imagine sea una colonia de robots, ya sea metálicos o de carne y hueso.
Dicen que ante la sugerencia de cortar los fondos para las artes durante la guerra, Winston Churchill respondió “¿Y para qué estamos peleando, entonces?”. De modo similar, preguntémonos para qué tipo de personas y para qué clase de sociedad es que queremos atender los problemas de seguridad, salud, limpieza y transporte. Y no descartemos la idea de que, fortaleciendo el apoyo a la cultura, consigamos resolver buena parte de estos problemas.