En la crisis global del coronavirus, las sociedades enfrentarán en los próximos meses dos enormes desafíos. El primero, el más urgente y que ocupará la atención de la gran mayoría de seres humanos, gobiernos e instituciones, será contra el virus mismo. ¿Cómo derrotarlo para volver lo antes posible a algo que se parezca a aquello que antes del COVID-19 entendíamos por normalidad? El segundo desafío girará en torno a las ideas que prevalecerán cuando (lo peor de) la pandemia pase. En otras palabras, ¿qué ideas sobre la política, la economía y, de manera más general, la vida en comunidad emergerán ganadoras cuando saldemos las cuentas de esta crisis?
Si bien, en estos momentos, la idea de un mundo poscoronavirus resulta aún muy lejana, la realidad es que ese mundo empieza a tomar forma hoy con las iniciativas que surgen y las decisiones que ya empiezan a tomar los gobiernos, las empresas, los organismos multilaterales e incluso las familias. En la historia de la humanidad, los grandes períodos de crisis, ya sean pandemias, catástrofes naturales, guerras o debacles económicas, han llevado a los cambios de paradigmas más profundos en los diferentes aspectos de la vida de las naciones.
Uno de esos aspectos es el económico, y, en particular, el rol que debe jugar el Estado en la vida de las personas. Esta crisis, como la gran recesión de 2008-2009 y otras antes, ha puesto una vez más en evidencia que, en los momentos más difíciles, la única respuesta es el Estado. Del Estado esperamos medidas efectivas contra el virus y del Estado esperamos soluciones que permitan que la economía no caiga en una depresión. El Estado es, en definitiva, el prestamista de último recurso.
Pero para que el Estado pueda desempeñar bien ese papel, necesita haber construido previamente las capacidades que le permitan dar una respuesta adecuada en tiempos de crisis. Si bien en el Perú hemos hecho una parte muy importante de la tarea a través de políticas macroeconómicas responsables, nuestro sistema de salud sigue siendo extremadamente deficiente. La pregunta entonces es si esta pandemia nos permitirá entender de una buena vez que sin un Estado capaz de prestar servicios básicos de calidad a sus ciudadanos, cualquier pretensión de salir del subdesarrollo quedará solamente en el discurso y será una de nuestras tantas aspiraciones incumplidas.
En el terreno de las relaciones internacionales, la gran cuestión es si el COVID-19 llevará a las principales potencias a mirar nuevamente hacia afuera y a entender que los grandes retos de la humanidad solo pueden ser resueltos desde la cooperación. Esta pandemia ha puesto en evidencia que las mejores prácticas han sido el resultado de escuchar a la ciencia y de compartir las formas más efectivas de combatir el virus. Pero la pandemia también nos ha mostrado el lado más oscuro del nacionalismo llevado a escala global, como lo hecho por China al inicio de la epidemia, al ocultar información sobre la aparición del virus. El retorno al multilateralismo como forma central de enfrentar desafíos globales no parece cercano por ahora.
La respuesta inicial de gobiernos como los de Donald Trump, Andrés Manuel López Obrador o Jair Bolsonaro al desafío del coronavirus ha llevado a muchos a preguntarse si las decisiones antitécnicas y alejadas de la ciencia de esos presidentes llevará a un rechazo generalizado del populismo y a una nueva ola de confianza en las instituciones. En Estados Unidos, Brasil y México las respuestas tardías e insuficientes de sus gobiernos tendrán como desenlace muchas muertes que se podrían haber evitado. Es probable, sin embargo, que en estos tiempos de polarización extrema, ni siquiera una desastrosa respuesta a una pandemia sea suficiente para cambiar las percepciones de muchos ciudadanos sobre sus líderes. Desde el inicio de la crisis, los niveles de aprobación de Trump han subido.
Alrededor del mundo, la experiencia del distanciamiento social será diametralmente distinta para los más privilegiados –el famoso 1% del debate sobre la desigualdad– y los menos favorecidos. Esto podría tener dos efectos. El primero es que, con suerte, el encierro prolongado ayudará a las élites económicas a entender que se puede prescindir de muchos de los lujos del exceso de abundancia y que, por tanto, se puede compartir una mayor parte de esa riqueza. Con suerte también habrá una mayor demanda en la base de la pirámide por un debate serio y definitivo sobre los efectos nocivos de la desigualdad y las medidas necesarias para combatirla.
En todas estas disyuntivas, el futuro está abierto y lo que venga será lo que los seres humanos hagamos de él. Ninguna de estas decisiones está predeterminada y dependerá en buena medida de qué coaliciones políticas se formen en defensa de estos proyectos.
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