En su libro Mujer, Religión y Liberación José Luis Idígoras sostiene que cuando nos relacionamos con seres indigentes se evidencia en toda su gravedad el problema de la despersonalización empobrecedora. Porque el ser indigente –indigente en belleza, gratitud, ciencia, formación o carácter– no tiene más atractivo que el de su propia indigencia, y sin embargo tenemos que enriquecer y colmar a ese ser. Ello le ocurre a la madre, cuyo niño desvalido no puede corresponder el amor que ella le dispensa.
El amor maternal es, pues, inevitablemente, unilateral, y lo mismo el amor religioso. El amor cristiano al indigente y aun al desagradecido supone ya una desigualdad en el encuentro, que sólo se puede equilibrar, según Idígoras, con la fuerza mística y religiosa del cristiano.
“Si somos sinceros –dice Idígoras–, entonces nos encontramos con que la auténtica religión va trágicamente unida a una inevitable despersonalización. Y no como elemento adicional, accesorio, sino como su mismo corazón y esencia.
“La coincidencia con el ser femenino es inmensa. Uno y otro, el ser femenino y el religioso, tienen una misión que incluye esencialmente un elemento de autodestrucción y renuncia de la propia energía al servicio de otros. De ahí la paradoja de su misma realidad, que es autonegación, en un ser que sólo puede vivir autoafirmándose.”
Estos amores, el maternal y el religioso, son pues despersonalizantes y empobrecedores, y lo mismo el amor universal. Recuerdo haber leído un pensamiento de José Ortega y Gasset, que siempre he tenido por válido, según el cual el amor es el organizador de las distancias, el artífice de los cercas y de los lejos, el arquitecto de las jerarquías. Amamos a una persona o a algunas personas, pero no a todas las personas. Por consiguiente, el amor universal es prácticamente imposible; y si bien es cierto que hubo y tal vez hay hombres que aman universalmente, es obvio que se trata de seres excepcionales, aunque no por eso dignos de imitación.
Jones, el biógrafo de Freud, manifestaba a Richard Evans en una entrevista que una persona que odia a todo el mundo no puede ser normal; pero agregaba que una persona que ama a todo el mundo tampoco puede ser normal.
Amamos al prójimo, cuando lo amamos, porque nos nace hacerlo, no porque nos lo ordenen o manden, aunque sea Dios el mandante.
“El amor –decía Kant– concierne a los sentimientos, no a la voluntad; por eso yo no puedo amar porque quiera hacerlo, ni mucho menos porque deba hacerlo; no me puedo sentir obligado a amar necesariamente; no existe, pues, el deber de amar.”