Otro colapso empieza a rondar la guerra sin tregua de países y estados contra el COVID-19.
No es el colapso que ronda los sistemas sanitarios, los comportamientos sociales y las estructuras económicas. Es el colapso que ronda la verdad en algunos sistemas democráticos que confunden la unidad nacional, la solidaridad y hasta el patriotismo con el hecho de pasar por alto la mentira o el mal disimulado ocultamiento de la realidad.
Así China descubra la vacuna o el mejor tratamiento contra el COVID-19, no podrá rehuir jamás su responsabilidad histórica de haberlo ocultado en el momento justo en el que el mundo debía y tenía que conocerlo.
Ignoramos si China es aún consciente de la magnitud de haber puesto al filo del abismo la salud, la vida y la sostenibilidad sanitaria, económica y social de la humanidad entera.
Mientras los gobiernos autocráticos como China pueden hacer lo que quieran con su ‘verdad’ interna, siempre que no dañen ni comprometan al resto del mundo, los gobiernos democráticos se deben, por el contrario, a la verdad, a la transparencia y a una permanente rendición de cuentas.
De ahí que los gobiernos democráticos estén obligados a probar permanentemente la certeza de sus actos y su tolerancia frente a quienes no piensan como ellos, y a confrontar la verdad oficial con la verdad que busca y defiende la prensa independiente y plural.
Si la prensa en el Perú registra, como lo viene registrando, que no hay una estrategia siquiera de corto alcance contra el COVID-19, que muchos importantes hospitales bordean el colapso y que a sus puertas se apilan cadáveres sin recibir oportuno traslado hacia lugares de cremación y entierro, y el Gobierno nos dice que eso era lo que se esperaba, entonces no estamos teniendo la explicación oficial adecuada y las previsiones optimistas que se hicieron fueron pura fanfarronada.
La última conferencia del presidente Martín Vizcarra, en medio de las abrumadoras cifras de infectados, hospitalizados y muertos por la pandemia, abundó tanto en generalidades, como que debemos estar en casa, cumplir con el toque de queda y conservar nuestra distancia en las calles, que muchos seguramente nos quedamos boquiabiertos porque sencillamente esperábamos, en sus palabras, el trazo firme de un horizonte de confianza mayor en la gerencia del Estado.
Así, el Gobierno recién descubre, en el día 51 de la cuarentena, que las aglomeraciones en los mercados constituyen un potencial foco de contagio, que la cobranza masiva de cada bono estatal en los bancos podría tener una mejor logística, que el alto mando de la Policía Nacional podría manejar más inteligentemente el orden público para evitar nuevas muertes de oficiales y efectivos, y que la reapertura de algunas actividades económicas no sirve de nada si no está acompañada de la aprobación de los protocolos sanitarios que exige el período de pandemia.
No tengo el propósito de quitarle mérito alguno al Gobierno en el supuesto de que tuviera una estrategia modelo contra el COVID-19 en esta etapa que aparece como la más crítica. Si fuera así, nada le haría más daño a esa estrategia modelo que operar sobre una realidad no auténtica ni debidamente estudiada, y con información levantada sobre fuentes falsas. Y lo que es peor: que esa estrategia saliera a luz conteniendo graves distorsiones de la realidad y echando por tierra el requisito de transparencia que demanda la conducción sanitaria nacional.
El malestar mostrado por el mandatario respecto de algunas preguntas incómodas de la prensa revela que su grado de tolerancia podría estar pasando, peligrosamente, por un mal momento. Rodeado como está de algunas personalidades no precisamente democráticas, podría terminar cediendo a la fácil tentación de montar escenarios sobre el manejo del COVID-19 que pueden deshacerse como castillos de naipes.
Si hay una reserva contra el colapso de la verdad en el país, esa reserva no puede dejar de ser, en toda circunstancia, la prensa independiente.
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