Desde que leí acerca de la tradición de los grandes salones franceses de los siglos XVII y XVIII, y de la consiguiente invención de la conversación como un arte, con sus propias y bastante precisas reglas, quedé intrigado por esta última idea. ¿Subsistirían iniciados en ese arte en el S. XXI? ¿Cómo sería conversar con alguien que lo dominara?
Nunca tuve una sensación tan fuerte de haberme topado con las respuestas como cuando conversé por primera vez con Javier Pérez de Cuéllar.
Por motivos familiares, lo conocía desde niño. No digo algo así como que “había tenido la suerte” de conocerlo, porque sería traicionar la verdad de lo sentido entonces. Cuando un día me dijeron que esa noche conocería al secretario general de las Naciones Unidas, me sonó a Presidente del Mundo. Y en persona, el Presidente del Mundo ofrecía una fachada más bien pétrea. Seguramente tenía que ver con ello la especie de parálisis que afectaba la mitad de su rostro, pero creo que no me equivoco al decir que, al menos en la distancia intermedia, no cultivaba la efusividad. El hecho es que la intimidación que su figura me produjo se debió guardar en algún lugar de mi inconsciente, porque duró décadas.
Hasta que un día, en una reunión social, algún accidente del momento nos dejó, para mi escalofrío, sentados solos en una misma mesa. Entonces me hizo alguna pregunta y, antes de que pudiera darme mucha cuenta de cómo, me encontré en medio de una de esas conversaciones que son un lugar en sí mismas, porque te sacan del espacio en el que estabas antes de comenzarlas. Teníamos en la literatura una gran pasión común y surgió ahí una amistad que me dio la oportunidad de conversar muchas veces más con él a lo largo de los años.
Si tuviera que resumir el secreto de su conversación, diría que, en esa distancia corta del uno a uno con confianza, la suya era una presencia suave, que exudaba serenidad, a la vez modesta e interesada en su interlocutor, y con un borde de humor, preferentemente sardónico. Desde luego, había muchos otros aspectos importantes en su carácter: poseía, por ejemplo, un inesperado y gozoso lado criollo. Pero creo que el secreto al que me refiero estaba sobre todo relacionado con esta habilidad, especialmente meritoria en alguien con tanto reconocimiento, de mantener siempre el perfil bajo, mientras infundía el ambiente con su sosiego y concentraba en el otro su atención.
No es mi intención, al hablar del arte de la conversación, implicar que en Pérez de Cuéllar esta era un artificio. Por supuesto que se trataba de un hombre notablemente refinado, que tenía muchas tablas relacionándose con personas de las más diversas culturas y en las más variadas situaciones. Y claro que esto potenciaba las habilidades que he descrito. Pero es igualmente cierto que ellas estaban muy presentes en su manera de ser general.
El perfil bajo y la serenidad, por lo pronto, se notaban permanentemente ahí y parecían serle consustanciales. Muchas veces, de hecho, me pareció detectar en él esa cierta distancia escéptica frente a todas las cosas del mundo que a menudo aparece en personas que son a la vez muy cerebrales y muy leídas, y no me extrañaría nada que ello tuviese mucho que ver con estas dos cualidades suyas de las que hablo. No en vano el perspicaz autor de su obituario en el New York Times ha escrito que, en sus actuaciones en el escenario de la política mundial, podía dar la impresión de que “hubiera preferido estar en su casa fabricando relojes”.
La sutileza también le era intrínseca, una verdadera manera de estar en el mundo. El hombre de apariencia rígida tenía, para decirlo extrapolando a Cummings, “manos pequeñas”, y agarraba los problemas más endemoniados con delicadeza, según tuve ocasión de constatar alguna vez directamente.
Pensando en alguna manera de rendirle homenaje, se me ocurrió contar esto de su lado más personal porque estoy convencido de que fue parte protagónica del éxito en su carrera. Las cualidades que lo hicieron artista de la conversación tienen que haber jugado un rol central en hacerlo brillar como mediador en Chipre, en la guerra entre Irán e Iraq, en el retiro de las tropas soviéticas de Afganistán, en la salida de los cubanos de Angola y en la independencia de Namibia, para nombrar solo algunos ejemplos.
Quiero decir que pienso que en Pérez de Cuéllar se cumplió a cabalidad aquello de que “el estilo es el hombre”. Su estilo, ciertamente, fue determinante en su éxito. Su éxito en su profesión y su éxito, menos conocido, en despertar el afecto y la admiración también de quienes tuvimos la suerte (ahora sí que puedo llamarla así) de conocerlo personalmente y disfrutar de su amistad.