En 1794 José Ignacio Lequanda dirigió al rey un documento sobre la economía del Perú, y detalló, en términos modernos, los cien productos exportables más atractivos y novedosos para el mercado europeo, graficando en un mapa su distribución y lo que ahora llamaríamos clústeres. Mencionó las lanas de alpaca, vicuña y carnero, la quinua, el algodón de Chachapoyas, el café de Moyobamba y Huánuco, la planta del amor, el chamico, el cacao, etc. Algo novedoso en una sociedad cuyo valor central para la metrópoli era la extracción de metales y el ciclo comercial que esta alimentaba.
La guerra de la independencia y los conflictos militares detuvieron la minería por décadas, y su importancia llegó al mínimo con el ciclo del guano, de fácil extracción y transporte, pero cuando este terminó, la atención se orientó nuevamente a la minería, que despegó junto al cultivo del azúcar y el algodón.
A inicios del siglo XX, impulsados por la nueva visión antiimperialista y antiminera, los países de Sudamérica buscaron industrializarse o “diversificarse productivamente”, como hoy se dice. Pero por la fuerza de su geografía, el Perú continuó siendo minero, aunque la voluntad política y estatal buscara permanentemente eludir esa realidad a fuerza de leyes, reglamentos y planes.
En 1905, Alejandro Garland celebraba los 10 años de crecimiento del país con un modelo exportador, en medio del gran debate entre “extractivistas” e “industrialistas”, que se zanjaría después a favor de la industria, con la Ley de Promoción Industrial de Prado. Luego vino el modelo de sustitución de importaciones, de aranceles altos y subsidios del gobierno militar (68-80) para producir manufacturas hacia adentro antes que para la exportación. Pero todo ello desde la planificación y el voluntarismo estatal, como si los peruanos o los emprendedores fueran una masa inerte a la espera del permiso gubernativo.
Y no lo son. Ya los Belaunde acopiaban lanas en Puno que los Ricketts, Michels y otros procesaban y tejían en Arequipa para la exportación, miles de empresarios creaban áreas de calzado en Trujillo o de café, chocolate y té en diversas zonas de la ceja de selva o mejoraban su productividad poniendo en marcha su inteligencia también en Gamarra, el parque industrial de Villa El Salvador, las plantas medicinales, etc. Así crearon millones de empleos sin los estudios y planes de la burocracia y sin tener la información global que hoy abunda sobre los mercados, la tecnología y la producción.
Ahora nos explican otra vez lo que Lequanda señaló hace dos siglos y que el viejo Instituto de Planificación tiene en sus archivos: una lista exportable “redescubierta” por el “nuevo” Plan de Diversificación Productiva: ¡calzado en Trujillo, lana en Arequipa, artesanía en Ayacucho, metalmecánica minera en Arequipa! Y para “promover” esos sectores y no otros, se ofrece articularlos, acelerar los trámites, elaborar estudios y crear institutos de calidad, cuando lo que precisa el país es que se reduzcan los trámites, los costos y las demoras para todos y en todas las actividades. Aunque los burócratas o políticos no lo aceptan, la sociedad y sus emprendedores son siempre más inteligentes que ellos, y decidirán, con su mayor tecnología informativa, cuáles son los “nichos” y oportunidades de competitividad y mercado en los que actuarán libremente. Ni fatalismo geográfico ni voluntarismo estatal. Información, infraestructura y libertad.