Las últimas encuestas evidencian un sentimiento de aprobación muy notable hacia el presidente Martín Vizcarra, quien es respaldado por el 57% de la ciudadanía (El Comercio-Ipsos). Esta situación no es del todo excepcional, pues corresponde a ese despliegue de ilusiones ciudadanas que es típico de la primera fase de un gobierno.
Pero el optimismo no se suele sedimentar y resulta bastante volátil. Se pueden presentar caídas radicales en la aprobación ciudadana, sobre todo si las ilusiones se desinflan por escándalos ocasionados por la revelación de presencias corruptas en el accionar del Estado, a los que casi todos estamos demasiado acostumbrados.
En todo caso, en nuestro país la gobernabilidad está más impulsada por los individuos que respaldada por las instituciones. Este es un hecho lleno de consecuencias, pues la esperanza de progreso de la población se dirige más al carisma de los políticos que a la mejora del sector público.
En realidad, muchos esperan –acaso sin saberlo– milagros. Es obvio que sin la mejora del sector público es prácticamente imposible una transformación social que dé sustentabilidad al progreso del Perú.
El hecho de que la aprobación de los líderes sea, usualmente, bastante mayor que aquella que corresponde a las instituciones (el Congreso tiene un 25% de aprobación y el Poder Judicial 27% en la misma encuesta del domingo) nos habla de un país que no siente como propias y representativas a las organizaciones públicas que supuestamente los representan y defienden. De allí que aun en los momentos de mayor optimismo la ciudadanía no deje de tener una actitud quejosa.
Pese a la popularidad que pueda tener un gobierno, mucha gente no estará dispuesta a dar crédito a la clase política. Habrá personas que se la jueguen antes por el logro inmediato de sus propias reivindicaciones como trabajadores, vecinos, afectados por desastres naturales o víctimas de la delincuencia.
Se produce entonces una situación paradójica. Un gobierno puede tener la simpatía de una mayoría pero ello no le garantiza estabilidad democrática. La fragmentación social y la falta de solidaridad hacen que cada gremio, región o movimiento luche exclusiva o principalmente por lo suyo.
Felizmente, tanto el presidente Vizcarra como el primer ministro César Villanueva –al menos hasta ahora– proyectan una convincente imagen de líderes al servicio del país. Muchos se entusiasman con sus semblantes de ciudadanos respetuosos de la ley y de las personas, con su falta de altanería que resulta tan típica en la gente que logra cuotas de poder que les hacen sentir autorizados a montar mafias y dar licencias de impunidad a los corruptos.
No puede ser casualidad que estos cambios vengan sobre todo de regiones como Moquegua y San Martín. De espacios sociales de alto desarrollo en el contexto peruano, capaces de nutrir una emoción nacionalista que no se agota en la reivindicación puntual, sino que se proyecta en un horizonte para todo el Perú.
A través del azar, pero también de la propia maduración del país, estamos llegando a una situación mucho mejor que aquella en que nos dejara la frivolidad y presunta corrupción del ex presidente Pedro Pablo Kuczynski.
Pero, desde luego, no hay garantías. La ciudadanía está más presta para la queja y para la movilización que para el respeto de la ley. Incluso algo que se esgrime, con escepticismo, contra el nuevo Ejecutivo son sus maneras respetuosas que muchos quisieran ver sustituidas por gestos autoritarios. Sin darse cuenta acaso de que la proliferación de esos gestos implica el retroceso de la condición ciudadana.
Parecen abrirse dos caminos para el futuro inmediato del Perú. Aquel representado por Vizcarra y Villanueva que apuesta a consolidar una gobernabilidad democrática. Y el apoyado por el fujimorismo, aparentemente dispuesto a conciliar con la corrupción y el abuso.
Pero repito: no hay garantías. Esto lo prueba que el ex presidente Valentín Paniagua, pese a su honradez y buena voluntad, y al éxito de su gestión de transición, lograra solo cerca del 5% de los votos en el 2006. Un hecho que demuestra la poca importancia que se da en nuestro país a la legalidad en contraste al prestigio de la viveza y la vigencia del autoritarismo.