El hombre se ha interesado en la mujer por épocas, temporalmente, pero jamás invariablemente.
Durante la época romántica, la mujer movió y conmovió señaladamente al varón y lo inquietó muchísimo. Acaso pueda decirse, y sin exageración, que el siglo romántico, el XIX, fue el siglo de la mujer. Otro tanto ocurrió en la Edad Media, en la época de los trovadores y las cortes de amor. El hombre exalta a la mujer y la entroniza, le rinde culto. Ella es su ama y patrona y él simple vasallo, y como bien dice Ortega y Gasset se proyecta sobre la relación sentimental entre ambos sexos la idea de señorío.
El interés que hoy tenga o pueda tener el hombre en la mujer es relativo. La mujer le interesa poco al varón. Así viene ocurriendo desde hace un cuadricenio y la razón de la ocurrencia es la creciente indiferenciación sexual. Los sexos están despolarizándose, se desdibujan, pierden la claridad de sus perfiles o contornos, tienden a la indeterminación, no son definidos ni concretos.
La homosexualidad, la bisexualidad, la transexualidad, la metrosexualidad, el androginismo, el unisexismo, el travestismo, lo intersexual, lo fuera de orden, lo irregular, extravagante y extraño, todo lo que desdibuja e indetermina en materia sexual, todo esto es lo que hoy adquiere notoriedad. Para que el hombre se interese de veras en la mujer, y la mujer en el hombre, tiene que haber dimorfismo sexual, o sea dos formas o dos aspectos anatómicos diferentes, uno para cada sexo, y la diferenciación psicológica correspondiente que permita conductas definidas y propias de cada sexo.
No hay que ser muy culto ni perspicaz para comprobar que nuestra especie es cada vez menos dimorfa. Dícese dimorfa de la especia animal o vegetal cuyos individuos presentan de modo normal dos formas o aspectos notoriamente diferentes.
En una época como la nuestra, tan entreverada sexualmente, el dimorfismo sexual está desvaneciéndose. No hay pues razón ninguna para sorprenderse de que el hombre se interese cada vez menos en la mujer.
Además, hay otro hecho incontrovertible que favorece el desinterés masculino por la mujer. Me refiero a la escasez de hombres. Las mujeres saben muy bien que los hombres codiciables y apetecibles escasean y que por el contrario ellas abundan y en demasía. Este asunto lo ha expuesto con gracia y penetración Eugenia Benfield en su libro, muy recomendable, titulado ¡Quedan hombres! ¿Dónde están los míos? Según Benfield, actualmente es más fácil cazar un ornitorrinco australiano que conseguir un marido que valga la pena.