Escuchamos decir en estos días que, pasada la pandemia del COVID-19, la humanidad y el mundo ya no serán los mismos, en el entendimiento de que serán mejores.
La historia, sin embargo, tiene una respuesta distinta.
Después de las grandes pandemias y de las grandes guerras de todos los siglos, la humanidad y el mundo ya no fueron, en efecto, los mismos. Se volvieron mucho más sofisticadamente autodesconfiados y autodestructivos.
Nuestro principal hogar y despensa de supervivencia, la Tierra, expuesto a todos los vejámenes del homo sapiens, desde hace 28 mil años, vive hoy, gracias a la inmovilización mundial, un primer respiro de alivio en muchas décadas. En lo que es una paradoja dramática, la Tierra puede exhibir de pronto un cielo limpio, sin emisiones de carbono, con aves que se arremolinan en manchas sobre bosques, ciudades y playas, mientras la humanidad entera, muerta de miedo, sencillamente no sabe cómo despertará mañana.
La heterogénea humanidad, tan multirracial, multicultural, multilingüe, multipolítica, multiideológica y multirreligiosa, y tan maravillosa en mente, ciencia, creatividad, inteligencia, talento, emprendimiento e industrialismo, es a la vez tan desbordada en sus debilidades y pasiones, en sus ambiciones y locuras de poder, que acaba finalmente por volcarse contra ella misma.
A un lado y otro de la balanza de nuestra especie tenemos desarrollos y expectativas de vida y civilización espectaculares como además infiernos de desigualdad, pobreza, hambre y muerte.
Si esta humanidad, con todos los liderazgos a los que delega poder y soporta, no está curada de sí misma, ¿qué garantía de cambio podría ser en el futuro así dejara atrás el COVID-19, como dejó atrás miles de catástrofes, revoluciones fallidas, ataques terroristas, genocidios y holocaustos, de los que sencillamente no aprendió nada?
Es más: si el homo sapiens fuera realmente una garantía de racionalidad, cordura y disciplina en los peores momentos que le toca vivir, su autorreclutamiento ante el COVID-19 sería natural y espontáneo. No tendría que ser impuesto a fuerza de decretos de gobierno, incluso con policías y soldados salidos a las calles para imponerle orden.
Las mismas celosas y vigiladas fronteras nacionales de hoy, que han sido barridas como un trapo por el coronavirus, en medio del horror que los medios audiovisuales e Internet llevan al instante a cada hogar del planeta, ¿acaso mañana se abrirán en un abrazo fraterno de solidaridad o se tornarán más proteccionistas que nunca?
Cada porción de humanidad de la Tierra amenazada de muerte por el coronavirus tiene que apelar por ahora a su Estado respectivo para que la defienda, porque el orden internacional no le sirve. Se entiende que la OMS no posee la cura del COVID-19, pero sí la autoridad suficiente para obligar a los países en desarrollo a fortalecer sus sistemas de salud como el Fondo Monetario Internacional lo hace para que los mismos fortalezcan sus estructuras fiscales.
Cada país debe preocuparse ahora, más que nunca, por construir gobiernos y Estados que lleven a la práctica responsables compromisos de gestión y eficiencia. Ya no podemos darnos el lujo de confiar, con mayor razón nuestra sobrevivencia, a gobiernos improvisados e incompetentes y que hacen del ocultamiento de la verdad, como lo ha hecho China con el coronavirus, un arma mortal mundial.
En nuestro país, el Perú, el presidente Martín Vizcarra se ha puesto por encima de nuestras precariedades institucionales para infundirnos confianza y seguridad en el combate al COVID-19, sobre la base de un severo enclaustramiento social nacional.
Pero si Vizcarra, su gobierno y el Estado a su cargo no van más allá, empezando por usar reales y efectivas pruebas de diagnóstico y otras medidas inteligentes en la contención de la pandemia, no habremos aprendido ninguna lección y estaremos condenados, como los homo sapiens de siempre, a volver en el futuro sobre nuestros milenarios y equivocados pasos de siempre.
Es la hora dramática del homo sapiens. Ya no puede seguir jugando con su propia extinción.