En los 300 años que duró el virreinato, ningún rey español llegó a visitar el Perú. Para llenar esa ausencia, las autoridades virreinales construyeron un fuerte vínculo emocional entre el lejano monarca y sus súbditos americanos a través del festejo de todo evento relacionado con la familia real: el nacimiento, boda y coronación de un príncipe; y la abdicación o muerte de un rey. Y, para festejar, ninguna como la cortesana y próspera Lima del siglo XVII que con la grandiosidad de sus ceremonias demostraba su fidelidad a la corona y aprovechaba para reforzar simbólicamente su rol como Ciudad de los Reyes.
En febrero de 1622, por ejemplo, se realizó en Lima el acto de proclamación de Felipe IV, coronado en España un año antes. En “Inventing Lima, baroque Modernity in Peru’s south sea metropolis”, Alejandra Osorio nos relata que para el evento se levantó en la Plaza Mayor un escenario de 18 metros de largo y casi 3 de alto, adornado con pirámides, flores y sedas de color rosa. Al centro se construyó un segundo estrado cubierto por un palio de seda dorado, bajo el cual se hallaba el trono en el que se ‘sentaría’ el rey, personificado en un retrato de tamaño real, adornado con cadenas de oro y piedras preciosas. El ‘rey’ llegó cargado por el alcalde mayor de la ciudad y tres hombres que lo ubicaron en su trono. Luego de las venias respectivas y del ‘discurso’ del monarca (en boca del oidor), los asistentes observaron el desfile de la infantería y caballería colonial que, formados en la Plaza Mayor, dispararon sus armas al aire para saludarlo. Los limeños comentaron durante días el valor y autoridad que reflejaba la mirada del rey, su sonrisa benevolente o la inclinación gentil de su cuerpo, y siguieron meses de fiestas, representaciones teatrales, corridas de toros, banquetes, bailes, peleas de gallos, organizados por los gremios y castas, que competían por demostrar con el mayor lujo su amor al nuevo monarca.
Felipe IV murió en 1665 y sus exequias en Lima fueron tan grandes como las de España. Las autoridades de luto presidieron los desfiles militares en medio del ruido de las campanas de la ciudad que debieron sonar cien veces cada hora. En la nave central de la catedral, adornada con telas negras, fue colocado un enorme catafalco iluminado por 3 mil velas. Todas las órdenes religiosas de Lima, vestidas de negro, se hicieron presentes en procesiones con penitentes cargando cruces y Lima entera lloró por su rey muerto, como pocos meses después celebraría al nuevo.
Hoy, 350 años después, el rey de España ha abdicado, y su hijo será coronado rey. Para Lima es un hecho anecdótico que no tiene importancia práctica o simbólica. De no haber mediado Ayacucho, nuestras autoridades procederían con la misma ceremonia a desfilar ante una gran fotografía de Don Felipe VII Borbón en la Plaza Mayor. El republicanismo y la laicidad, con todos sus defectos, representan un avance. Hay, sin embargo, quienes piensan que todo tiempo pasado fue mejor y así, ocasionalmente, en América las dictaduras reinventan las ceremonias y la adoración de un retrato, como en Venezuela, donde se ensalza al lejano conductor cubano y se le paga, cual colonia, un estipendio proveniente del petróleo.