@saldelsol
Los arqueólogos del futuro dirán que una de las características de los inicios del siglo XXI en el Perú fue la proliferación de colosales edificaciones de concreto y cristal conocidas como malls.
Estos oasis de casi irreal limpieza y seguridad, una suerte de dimensión intermedia entre el hostil mundo físico y el dócil universo virtual, vienen erigiéndose, tanto en Lima como en otras ciudades, en cada rincón donde se detecta la masiva presencia de una especie cada vez más habitual y numerosa en nuestro país: los consumidores de clase media.
La irrupción de estas moles no pasa desapercibida en el paisaje urbano. Al contrario, sus monumentales fachadas, de las que cuelgan logos locales y célebres marcas internacionales que condecoran nuestro progreso y certifican nuestra condición de sucursal del mundo globalizado, se elevan por encima de las construcciones vecinas como lo haría un moderno museo que aspira a convertirse en emblema de la ciudad, o poco menos.
Su impacto, sin embargo, no se limita a la infraestructura física de las ciudades, sino que tiene también un considerable efecto en la arquitectura de las personas y de sus experiencias.
Porque cada uno de estos centros comerciales, debajo de sus mínimas diferencias de estilo, replica un universo prácticamente idéntico, en el que los individuos se visten, entretienen y alimentan básicamente de lo mismo, con lo que se terminan convirtiendo, contagiados por su entorno, en una especie de franquicia de todos los demás.
Todo esto, que puede parecer un poco espeluznante, es en realidad típico de la vida en comunidad.
A eso se refería Aristóteles cuando, al definir al ser humano como un animal cívico, enfatizaba que, así como el conjunto es anterior a cada una de sus partes, la ciudad necesariamente precede al individuo y, por lo tanto, le da forma. Somos frutos de nuestro entorno. Y como el árbol del que brotamos produce hoy en día bienes, servicios y vivencias de manera estandarizada, somos frutos cada vez más parecidos.
La cultura de consumo que los malls ayudan a diseminar parece tener un interesante efecto en el fortalecimiento de hábitos cívicos.
Aunque son de propiedad privada, se trata de lugares esencialmente públicos —no de casualidad muchos de ellos incluyen en su nombre la palabra “plaza”— en los que curiosamente mantenemos una convivencia bastante más armónica y ordenada que la que solemos sostener fuera de sus perímetros.
Quizá parte de la explicación tenga que ver con que hemos madurado más como consumidores que como ciudadanos. Quizá también, como sugiere el reconocido arquitecto italiano Renzo Piano, nos haga falta rescatar el “rol cívico de la arquitectura”.
Recuperemos y construyamos plazas, malecones, salas de concierto, bibliotecas, teatros. Nuestra vida no gira solo alrededor del consumo. Dejémosle a los arqueólogos del futuro algo más que malls.