Hace un par de semanas, en un bar de Barcelona, me presentaron a una mujer como “escritor peruano”. La presentación llevó al tema de Vargas Llosa, a quien ella se dedicó a insultar durante un buen rato. Como su discurso era bastante progre, supuse que detestaba a Vargas Llosa por liberal, por sus ideas económicas o por su respaldo a la derecha española. Lo habitual, o sea. Pero después de un rato despotricando, la mujer explicó la razón de su furia:
–Los peruanos no deben opinar sobre España, porque tiene una mentalidad diferente.
Un amigo se quería acostar con esa chica, y yo no quise estropear su noche con una discusión política innecesaria. Pero no pude evitar preguntar:
–¿Y cuándo podemos opinar sobre este país los peruanos que vivimos acá? ¿Cuándo se arregla nuestra mentalidad?
Ella se puso nerviosa. Me dijo: “¡No me entiendes!”. Aclaró que no era racista. Me invitó un canapé. Mostró su mejor voluntad de ser simpática. Yo no discutí y la noche continuó. Pero ella no consiguió explicarme cómo es que su comentario no era xenófobo. De hecho, ella no sabe que es xenófoba. Está segura de ser muy moderna.
Días después, el Parlamento catalán nombró presidente de la comunidad a un hombre que ha llamado a los españoles –a todos– “locos”, “inmundos”, “ladrones”. A los catalanes que hablan español, el nuevo líder los describió como “víboras, hienas. Bestias con forma humana, sin embargo, que destilan odio. Un odio perturbado, nauseabundo, como de dentadura postiza con moho”.
No quiero decir que los nacionalistas catalanes sean los únicos. Su mayor enemigo, el Partido Popular, no se queda atrás. Ha impulsado una campaña para vetar la construcción de una mezquita en un barrio de Badalona, y ya antes había ganado las elecciones con una campaña contra los gitanos. La chica del bar se consideraba de izquierdas. La pregunta por la identidad ya no se pronuncia “¿quién eres?” sino “¿a quién detestas?”.
El político de izquierda Joan Coscubiela opina que lo más preocupante de Cataluña es “la facilidad con que se ha impuesto el discurso supremacista y la naturalidad con que mucha gente lo ha asumido”. Y sin embargo, Cataluña solo es una raya más del tigre europeo.
El nuevo gobierno italiano, una coalición entre la extrema derecha y la extrema izquierda, plantea abiertamente la expulsión y el cierre al paso de inmigrantes y refugiados. De hecho, ni siquiera le gustan demasiado los europeos. Quieren menos vínculos con el mundo exterior en general. Hungría se está convirtiendo en una autocracia nacionalista de partido único. Polonia sigue el mismo curso. En Austria, la extrema derecha forma parte de la coalición de gobierno.
La crisis financiera rompió la fe de los europeos en sus élites. Cuando amainó la emergencia económica, dejó paso a una política: los ciudadanos ya no creen en sus líderes ni en sus instituciones. Cada vez más, solo confían en sus iguales, en su etnia.
En los años treinta del siglo XX, ocurrió un fenómeno similar. Pasada la gran depresión que arruinó las economías abiertas, los ciudadanos, especialmente en el Este e Italia, encumbraron democráticamente a las fuerzas políticas que encarnaban su decepción de los gobernantes. Los votantes de los fascistas no eran solo fanáticos con esvásticas, sino padres de familia, abuelas, desempleados, personas legítimamente preocupadas por su futuro. Y con ganas de encontrar culpables a sus problemas del presente.
¿Suena exagerado comparar la situación actual con la de los treinta? Pues hace un año también sonaba exagerado pensar que un presidente catalán llamaría “bestias” a los españoles.