Una pareja se encuentra para firmar los papeles del divorcio. Llevan diecinueve años sin verse, desde que ambos formaban parte de un grupo terrorista. Ahora, ha llegado el momento de resolver su pasado.
Ese es el argumento de “La última tarde”, la estupenda película de Joel Calero que nos pone a compartir la intimidad de dos ex subversivos, encarnados con nervio y contención por Luis Cáceres y Katerina D’Onofrio. Durante su encuentro, los personajes se cuentan por qué se separaron, cómo escaparon de la policía y qué fue de sus vidas después. La política se mezcla con el amor en unos diálogos tan reales como dolorosos. En una escena, Cáceres pregunta:
“No te estoy preguntando por qué dejaste la militancia. Te estoy preguntando por qué me dejaste a mí”.
Y es imposible contener las lágrimas.
Justo mientras “La última tarde” se mantiene en cartelera, se reestrena una película más vieja: el grupo Movadef sale a la calle a protestar en defensa de los líderes senderistas. Y esos mismos líderes desprecian y abandonan el tribunal que los juzga por el brutal atentado de la calle Tarata en 1992. Los senderistas y sus amigos reclaman que se les juzga con resentimiento, pero están llenos de odio. No muestran una pizca de remordimiento por sus víctimas. Y lo más extraño: creen estar en condiciones de exigir algo. Al verlos, un recién llegado pensaría que han ganado la guerra.
► LEA TAMBIÉN: Movadef: odio vs. odio, por Andrés Calderón“La última tarde” retrata la derrota inapelable de quienes pensaron que este país solo podía cambiarse por las armas. Los personajes de la película se salvaron de la cárcel y la tortura, pero lo perdieron todo: sus sueños, sus amores, su identidad. Se plantearon metas tan inalcanzables que se condenaron a sí mismos a la melancolía. Ahora tienen que reconciliarse uno con otro para poder vivir consigo mismos.
En cierto sentido, esta película es el reverso de “Magallanes” de Salvador del Solar. Mientras Calero se concentra en los rebeldes, Del Solar retrata las cicatrices que dejó la guerra interna en los militares. Los soldados como Magallanes son víctimas de sus propias atrocidades. Su memoria no los deja en paz. Su pasado los tortura. Y por cierto, también van a la cárcel.Desde la pionera “La boca del lobo” de Francisco Lombardi, el cine peruano nos ha dado grandes películas sobre la violencia política. Hoy, las películas ya no hablan de la guerra, sino de su recuerdo. De cómo la muerte pervive en el corazón de quienes la administraron. Y los combates vuelven a empezar cada mañana, cuando ellos abren los ojos.
► LEA TAMBIÉN: Cinta peruana premiada puede despedirse de las salas de cineEn ese sentido, el cine les lleva la delantera a los profetas del odio de un lado y otro. Mientras los obstinados llaman al exterminio de sus rivales, estas películas enseñan que la guerra acabó, la ganamos los peruanos y la perdieron todos los que lucharon en ella.Y sin embargo, ambos bandos no son iguales. El Estado peruano tiene ventaja moral, porque ha pedido perdón. Ha reconocido el dolor que causó, invertido en que no se olvide y castigado a muchos criminales de su propio lado. También ha cambiado de estrategia: hoy, a los senderistas del Vraem no se les combate con un genocidio porque es estúpido, criminal e injusto. La guerra le enseñó eso al Estado. No está claro, al ver a los senderistas, qué aprendieron ellos.Sendero y sus amigos deberían ver “La última tarde”. En el cine aprenderían que no basta con reprochar el pasado: también hay que reconocer el dolor ajeno. Quien no es capaz de pedir perdón, no tiene derecho a reclamar comprensión.