La gran ola liberalizadora de la economía iniciada a comienzos de los años 90 significó, sin duda, la recuperación de la soberanía ciudadana de manos de un Estado que entonces intervenía en todas la etapas de la actividad económica. Desapareció todo ese gran aparato para administrar las empresas públicas, las importaciones de insumos, las ventas de productos mineros y harina de pescado, la comercialización del arroz, la leche y otros productos básicos. Desaparecieron los miles de funcionarios dedicados a fijar precios, tasas de interés y distintos tipos de cambio. La eliminación de las licencias de importación, el racionamiento de moneda extranjera, la administración de los subsidios a la exportación de productos no tradicionales y las tantas otras tareas típicas de un régimen estatista terminaron igualmente con la razón de ser de una enorme burocracia.
Quienes creímos que todo este proceso produciría un Estado más pequeño y vigoroso, ocupado en las tareas del mejoramiento de la educación, la calidad de la salud, la infraestructura física y la promoción de la competencia, nos equivocamos miserablemente. Experimentamos, en cambio, una gradual pero imparable metástasis burocrática; burocracia que se ha reinventado a sí misma para llenarnos de trámites y permisos innecesarios, y someternos a procedimientos redundantes. ¿Cómo sorprenderse de que más de dos tercios de todos los peruanos hayan optado por la informalidad, impidiendo así que el Perú avance hacia el pleno desarrollo?
Convenientemente, los miembros de la burocracia estatal en todos los niveles, ignorando su condición de servidores públicos, prefieren sentirse en muchos casos poseedores de un poder cuasi omnímodo que imponen a los ciudadanos, a quienes sus reglamentos, procedimientos y manuales designan con el abusivo epíteto de “los administrados”. Apostaría que solo una minoría de los habitantes del Perú sabe que la palabra ‘mandatario’ define a la persona a quien el ciudadano le otorga (o quita) el poder de mandar.
El Poder Ejecutivo se ha vuelto cada vez más complejo con el aumento de ministerios e incontables agencias del Gobierno Central que, en medio de una organización caótica, son asignadas a falta de mejor lugar a la Presidencia del Consejo de Ministros, cuya cabeza muchas veces no es consciente de su existencia. Agravando toda esta situación, se ha creado una capa adicional de burocracia fundando regiones donde existían departamentos, contraviniendo la idea original de descentralizar uniendo departamentos económicamente complementarios. No hemos sido capaces de crear siquiera una región metropolitana en el área administrativa Lima-Callao. Hoy, una pléyade de 26 regiones ha casi completado la innoble tarea de destruir del principal activo de la nación peruana, ser un país unitario.
Observemos sino al ilegalmente elegido presidente de la región Áncash atreviéndose a vociferar: “No voy a dormir hasta rescatar esa agua que es de Áncash, porque Dios nos ha dado el agua, porque el río Santa es de los ancashinos”; y la respuesta que con entonación de estadista profiere el presidente regional de La Libertad: “Uniremos voluntades y acciones para conformar una mancomunidad por los intereses comunes de las dos regiones”. ¿Acaso esos dos funcionarios, con el primer mandatario, no se han percatado que el agua, con todos los recursos naturales y los que yacen en el subsuelo pertenecen a todos los peruanos?
Todo este estado de cosas representa un lastre extraordinario en un país que aspira realmente a combatir la pobreza y la desigualdad. El Perú está trabado en un enjambre de trámites, reglamentos, procedimientos administrativos y manuales de procedimientos distintos en cada dependencia estatal, en cada región y en cada municipalidad provincial o distrital. Desde el 2001 hemos contado 14 intentos de desburocratización y simplificación administrativa que no han impedido el crecimiento de la maraña burocrática. Lo que el Perú requiere es algo más profundo y transversal.
Empecemos por establecer un sistema informático común a toda la administración pública donde se homogeneicen los procedimientos y se identifiquen trámites superfluos. Se requiere impedir la creación de trámites y cobrar por ellos en todos los niveles de gobierno. La aplicación del principio legal de presunción de veracidad debe regir ampliamente en toda relación entre el individuo y el Estado, dejando las fiscalizaciones aleatorias y las severas penas en casos de falsedad para un acto posterior. Más importante aun, el Gobierno Central y sus entes rectores deben asumir el papel que la ley les confiere y hacer prevalecer el carácter unitario de la nación.