“Creo que una brizna de hierba no es inferior a la jornada de los astros/ y que la hormiga no es menos perfecta ni lo es un grano de arena... / y que el escuerzo es una obra de arte para los gustos más exigentes... / y que la articulación más pequeña de mi mano es un escarnio para todas las máquinas...”.
Así empieza “Hojas de hierba”, poema de Walt Whitman, a quien traigo al papel a propósito de Santa Rosa de Lima y más de uno se preguntará por qué los congrego un día de domingo en esta columna y en realidad es la vida la que los une, es la exaltación mística, espiritual, desmedidamente romántica de la natura, la que vincula a la santa y al poeta. Acaso ambos son seres labrados con el mismo barro luminoso y por las mismas manos, inmersos en el cosmos irremediablemente como se sentían, contemplativos de los astros y los guijarros, apasionados de los fenómenos imperceptibles que aparecieron fundamentales ante sus ojos, huesos y pieles, como el escuerzo y el zumbido del mosquito, entregados a lo sensible del mundo terrenal que dotaron de alma, a lo visible vuelto alegoría. Rosa y Walt se dejaron embargar por lo místico desde lo perceptible y revelaron desde allí el milagro de la existencia. Llámese Dios o natura, una que se manifestaba para Rosa en esa paja entrecruzada que desde el suelo daba la señal de la cruz y por eso la santa la recogía con cuidado, o como la ingeniería perfecta que el poeta observaba, asombrado, agradecido, en su propio cuerpo. En su mano que escribía y decía verdades. O como la hoja del vergel que la santa, metida en su huerta, veía verdear y celebraba, porque era el jardín interior, el vergel del alma, el que se ponía hermoso y donde Dios se recreaba. Un jardín donde era menester no soltar la tijera de la mano, pues crecería la hierba y se llenaría el espíritu de malezas. Celebraba Rosa mirar la flor y ver en ella a su Creador. Contemplar la multitud de estrellas como hacía la santa desde su huerta cada noche, sin pestañear siquiera, porque en el firmamento estrellado se acercaba a Dios. O detenerse en las hormigas como hacía Whitman, pequeñas no por eso menos portentosas, encarnando en sus cuerpos perfectamente ensamblados todo aquello que habríamos de aprender para la vida en sociedad. Rosa tiene el poder de pactar con los mosquitos para ponerse de acuerdo y cantar con ellos ayudándose de sus zumbidos. Los árboles se inclinan a su paso. Cada seis de la tarde, ella canta con su ruiseñor. La huerta es el santuario. Allí se hace la música. Porque la música es el alimento del alma. Toca la vihuela, el arpa, la cítara, entona canciones al Creador, trinan las aves, hasta la brisa es rumor armonioso. Es ella la natura. La celebración de vida. Pura poesía. En Rosa, la naturaleza es un sacramento, una alegoría divina. Se saben el poeta y la santa conectados a un delicado sistema, hoy sabemos dramáticamente vulnerable. Frágil porque perfecto. En ese sentido, ambos son precursores del desarrollo sostenible, de la protección de los ecosistemas, de la concientización del equilibrio ecológico. Se torna en poesía la fe. Y en fe la poesía. “En Rosa, la naturaleza es un sacramento, una alegoría divina. Se saben el poeta y la santa conectados a un delicado sistema, hoy sabemos dramáticamente vulnerable”.