El sistema político peruano, señaló Víctor Andrés Belaunde, consistía en el “maridaje” entre un régimen personal y el caciquismo provinciano. Mediante la prebenda, un poder central debilitado gobernó el Perú. Su principal base de apoyo fueron los caciques provinciales, a quienes prefectos y subprefectos autorizaban a arrebatar tierras, comprar a precio vil las lanas de las comunidades y contrabandear con el alcohol. El pacto tácito entre el centralismo y el localismo se selló en las juntas departamentales. Causantes de la destrucción de la frágil democracia provinciana, estas corporaciones de caciques y de gamonales atenazaban la vida política y económica de cada región. Así, el enemigo del regionalismo era, sin duda, el caciquismo de los “señores de horca y cuchillo”.
El centralismo-caciquismo al que se refirió Belaunde tiene una larga historia. Este modelo se institucionalizó en uno de los períodos de la posguerra que marcó el violento siglo XIX. En los años del Apaciguamiento Nacional (1845-1851), con los militares gobernando la política y el guano dominando la economía, se estableció la matriz del patrimonialismo. Formado por un complejo sistema de ideas católicas, constitucionales y corporativas, su función aparente fue representar a la gran “familia peruana”. Sin embargo, la clave para entender un sistema cuyo objetivo era comprar lealtades reside en el privilegio.
Cada ente corporativo del Estado guanero tenía sus propias costumbres, regulaciones y ventajas. Así, la abolición de cualquier privilegio ponía en peligro un sistema basado en el intercambio de dones y contradones. Manuel Ignacio de Vivanco argumentó que la delegación de poder político se ‘truequeaba’ por privilegios económicos. Las contradicciones del patrimonialismo se evidenciaron, desde 1860, con el desarrollo de una política tributaria para remediar la crisis del modelo guanero. Por otro lado, las discusiones en el Congreso se dirigieron a atacar a los “localismos” que con sus “intereses mezquinos” atentaban contra una “política nacional”.
El debate ideológico que sirvió de escenario a la rebelión de Huancané (1867-1868) ocurre en un momento en el cual coinciden el desprestigio de las autoridades locales, la crisis de la economía guanera y los planteamientos “nacionalizadores” de los sectores republicano-liberales. Al dirigirse al gobierno, Juan Bustamante, personero de las comunidades alzadas en armas, señaló que estaba trazando “un sendero recto y legal” para los indígenas: ciudadanos y además miembros de “la gran familia del Perú”. Porque era la ley nacional y no la de los fueros privativos de los caciques provincianos la que debía prevalecer a través de la República.
Bustamante fue asesinado en Pusi por enfrentarse a un sistema que no aceptaba injerencias externas. Su verdugo –el subprefecto Andrés Recharte– demostró que el poder del caciquismo residía en la violencia y la impunidad. La denuncia contra Recharte fue archivada cuando el expediente judicial se extravió rumbo a Lima. Algunos meses después del homicidio, el subprefecto caminaba por las calles de la capital, mientras los indígenas comunitarios, seguidores de Bustamante, eran asesinados o condenados al destierro y a la servidumbre más cruel. Una historia del siglo XIX sumamente reveladora de lo que estamos presenciando en pleno siglo XXI.