Un profesor universitario me dijo, cierta vez, que el Perú es un país maravilloso porque los estadounidenses gastaban millones de dólares en mandar hombres a la Luna y nosotros, sin gastar un centavo, teníamos a millones de personas allá.
Una mezcla de ironía y desesperanza, aunque resulta posible que no estuviera tan equivocado, a la luz de aquello que está ocurriendo en la campaña electoral. Qué lejanas parecen las épocas de las manifestaciones multitudinarias, de los debates esclarecedores, de las legiones de ciudadanos ávidos por defender principios o conocer programas de gobierno.
La inercia ha dominado esta primera etapa de la campaña. Una mayoría al margen observa sin gran involucramiento y modifica su intención de voto al paso de cada encuesta, al tiempo que las grandes luchas se libraban en los jurados electorales.
El Jurado Nacional de Elecciones asumió un protagonismo insólito en la historia del país. Se ha transformado en el gran elector, debido, en gran parte, a que no se aprobó una genuina reforma política que acabase con este sistema que promueve el reglamentarismo excesivo, que estimula la forma y no el fondo.
Las consecuencias saltan a la vista y un manto de niebla cubre el proceso, multiplicando sospechas de que la ley se aplica en forma selectiva, con los tiburones de siempre deglutiendo a los peces más chicos.
Múltiples explicaciones se pueden ensayar para esta situación: colapso de los partidos, desprestigio y falta de renovación de la clase política, un sistema que estimula la existencia de caudillos y sus cascarones, cuyo único “mérito” es contar con siglas sin representación alguna.
Como si esto fuera poco, numerosos candidatos privilegian, en su búsqueda por el voto, las frases inflamadas, los bailecitos huachafos, las posturas demagógicas, la cerveza en la mano, las fotografías con sonrisas falsas, las promesas vanas, los besos para la cámara. Lo accesorio en detrimento de lo primordial.
Por otra parte, en nuestra cuarta elección del siglo XXI, lo paradójico es que, con la irrupción de las redes sociales, hay más información disponible que poco ayuda, pues esta sobreabundancia genera una proliferación de noticias anodinas que enturbian el escenario.
Situación complicada para los medios de comunicación que tienen que lidiar, en las actuales circunstancias, con esta vorágine de hiperinformación, donde la fidelidad del televidente, lector o radioyente es efímera. Así, en aras del ráting, la lectoría y los clics, bajo ciertos supuestos, se privilegian informaciones que cautivarán y serán consumidas.
Aparecen, entonces, disyuntivas. ¿De qué sirve una noticia si nadie la leerá, la verá o la escuchará? ¿Los periodistas deben colocar contenidos relevantes aunque nadie los aprecie?
En las aulas universitarias, se nos enseña que los periodistas tenemos la función de difundir los hechos relevantes. Sin embargo, al egresar, encontramos un mundo en el que los medios pugnan por sobrevivir, con anunciantes deseosos de que sus productos se conozcan y consuman.
A ello se agrega que la política nacional, gracias al lodazal en que se ha sumergido en recientes décadas, ha perdido el interés y la fascinación que tenía años atrás entre el ciudadano de a pie
Desde esta perspectiva, los periodistas, cada día, vivimos la encrucijada de atraer audiencia, de optar entre lo impactante y lo relevante.
Muchos caen en el facilismo de resolver el dilema con la exposición del video impactante de You Tube, en destacar el escándalo menudo, la frivolidad informativa, la noticia que no es noticia. Se contribuye así a crear una percepción segmentada de la realidad, como en la obra del británico Oliver Sacks: “El hombre que confundió a su mujer con un sombrero”
El destaque exagerado y persistente de informaciones sin trascendencia impide observar con claridad la extensión e importancia de los hechos, es decir, que los ciudadanos puedan entender la inmensidad de los problemas del país y su necesidad de optar por propuestas serias y consistentes. Apenas se entretiene y se genera la ilusión de que tenemos las riendas del presente, sin pensar cómo vamos a conquistar el futuro.
Se afianza, entonces, el divorcio entre política y sociedad. Lo peor es que se reditúa, como una perversa rutina, el caso de aquel hombre descrito por Sacks. Él sale de la consulta médica, seguro de que goza de una excelente salud porque los exámenes formales lo muestran, luego busca su sombrero, extiende la mano, coge a su esposa por la cabeza e intenta ponérsela.
Él, como muchos peruanos, ni siquiera desconfían de que su apreciación del mundo está limitada por aquello que creen tener al frente. O sea, viven en la Luna, imaginando tener los pies sobre la Tierra.