En medio de la profunda crisis institucional de nuestra política, es hora de terminar con el entrampamiento del Caso Fujimori y con lo que representa, como parte de un proceso de reordenamiento democrático que el Perú necesita de cara a las elecciones generales.
Desde su elección en 1990 desconfié del fujimorismo. La traición de su programa electoral, la inmediata cooptación del montesinismo, el autogolpe, la corrupción, los excesos represivos, el re-reeleccionismo inconstitucional y la postulación a una senaduría japonesa justifican repudiar a quien perdió la oportunidad de pasar a la historia como un presidente que devolviera la estabilidad a una nación demolida por el terrorismo, el populismo y la hiperinflación.
Sin embargo, contrasto ese repudio con modelos paradigmáticos de redemocratización que exigen superar los traumas históricos sin por ello abjurar de los principios éticos y morales. Especialmente el rumbo de la transición española posfranquista de 1973 a 1986 me deja convencido de que debemos actuar con audaz valentía para no persistir en un esquema de odio y frustración que nos impide afrontar el futuro con sensatez.
En los últimos 14 años, la decadente virulencia parlamentaria nos ha impedido lograr consensos y empoderar políticamente al pueblo. A diferencia de una España donde el comunismo radical encabezado por Santiago Carrillo y la Pasionaria tuvo el coraje de aceptar la reconciliación con una derecha fuerte para que la hispanidad se democratizara, aquí la izquierda marxistoide enfatiza la manipulación del pasado reciente profundizando las contradicciones. Esto en aras de un arribismo político que –aparte del caviaraje oportunista de siempre– ha engendrado cuatro exponentes reaccionarios: Gregorio Santos, el cura Marco Arana, Susana Villarán y el propio Ollanta Humala.
En contraparte, la ausencia de un auténtico liderazgo liberal y de un componedor mesurado como Felipe Suárez en España, tuvimos apenas una prolongada transición en manos de Valentín Paniagua y Alejandro Toledo, quienes no pudieron depurar el aparato estatal en el que están enquistados burócratas que arrastran su ideologizada incompetencia desde el velasquismo. El segundo aprismo contuvo los desbordes del odio, pero no tuvo tiempo para modificar un sistema electoral que sigue siendo antidemocrático y favorece un modelo regionalizador más confuso que la mítica Medusa.
En el centro de esta crisis institucional, carente de partidos ‘aggiornados’, el discurso tóxico se centra, por un lado, en la pretendida ‘verdad y reconciliación’ con el terrorismo, algo imposible porque se trata de genocidas que jamás se han arrepentido por su ataque a mansalva contra la peruanidad, y porque ahora son sicarios del narcotráfico. Y, por otro lado, se da vueltas a la simbólica excarcelación de Alberto Fujimori, quien, pese a lo que representa de negativo, por lo menos tuvo apoyo coyuntural de una nación desesperada.
Hoy parece viable dejar que el autócrata termine su vida en prisión domiciliaria, mientras se le da oportunidad a Keiko de ser mejor que su padre. Eso no como parte de un olvido colectivo de todo lo imputado, sino como punto de partida para empezar a remover cuanto impida crear un gran frente republicano que sirva de base para pactar –allende las diferencias ideológicas– un nuevo modelo político, económico y social para el Perú.