Sería innecesario preguntar en Lima si aún persisten los que creen en la brujería. Bastaría una mirada a los postes de alumbrado para descubrir, sin demasiada búsqueda, los avisos en los que se pregona la destreza de quienes realizan hechizos de amor, o curan pacientes de alguna enfermedad desconocida, o de la mala suerte; porque alguien alquiló los servicios de algún malhadado brujo o bruja. Las penas y dolencias que buscan este remedio van desde un resfriado persistente hasta el mal de ojo.
Su presencia en el siglo XXI no sorprende a nadie, pero debería preocuparnos su larga duración. En 1486 se publicó “El martillo de las brujas”, el tratado que puso en evidencia la existencia de quienes ejercían ese oficio, especialmente mujeres. El libro comienza dando cuenta de su ilegalidad: “La creencia que hay en tales seres como brujas es tan esencial a la fe católica, como obstinadamente mantener la opinión contraria, lo que manifiesta ya un sabor a herejía”.
Justamente uno de los capítulos del libro mencionado anuncia “cómo las brujas pueden inducir la mente de las personas al amor o al odio”, lo que hoy día se puede hacer llamando al “teléfono xxx, (copio el resto del aviso) CURANDERO. Experto en unir parejas. Lectura de tarot y puzanga”, esto en alusión a las 78 cartas de ese juego, o a las supuestas propiedades de un perfume.
Naturalmente la existencia de la brujería está ligada al demonio. Su ingreso a las Américas fue descubierto o inventado por las huestes de los reyes católicos. Todo ritual prehispánico fue considerado haber sido creado en el infierno, y el culto a los dioses nativos se transformó en idolatría. En este contexto, los sacerdotes y creyentes de las distintas religiones americanas fueron transformados por los conquistadores en seguidores del demonio.
La vastedad del continente hizo que el intento de generalizar estas reglas fuera lento y desigual, tanto más si, luego de un siglo y medio de intransigencia, la Corona española empezó a ver que la aplicación del trabajo forzado y el tributo indígena, que eran la fuente de su riqueza, perdían eficacia si los castigos por la falta de fe católica dejaban fuera de juego a los curacas o jefes indios.
Eran ellos sus mejores pilares en el control de la producción colonial y se les necesitaba en pleno vigor de sus funciones. A fines del siglo XVII empezó a ser visible el pacto no escrito entre la Iglesia Católica y las poblaciones indígenas. Habiendo alcanzado un cierto nivel de cristianización, entremezclado con los remanentes de las religiones precolombinas se decidió aceptar ese producto, que hoy llamamos religión indígena, como si fuera un catolicismo aceptable para las autoridades coloniales.
A esto hay que sumar que, incluso en España, el demonio no era el que nos describiera Dante. Ya no es la figura majestuosa en su dolor, como la que aparece en “La Divina Comedia”. Ha sido reemplazado por uno más modesto, al de la picaresca española se le describe muy bien. En “El Diablo Cojuelo”, tiene dañado un pie y no podía salir de una botella. Pero todavía le quedan fuerzas en tiempos modernos. No solo puede publicitarse en las calles de Lima, a través de sus seguidores y su audiencia, también tiene la palabra en situaciones mayores.
Más aún, se atreve a usar la tecnología que nos ha invadido en los últimos decenios, la misma de la que dependemos para nuestra vida cotidiana, a través de celulares y computadoras. Ni siquiera esos artefactos han podido desplazar a las llamadas “creencias” del otro mundo. Sucedió apenas unos días atrás: tres expertos internacionales en evaluación de la producción, habiendo conseguido financiamiento para evaluar unos proyectos de la Amazonía peruana, recurrieron a una ONG para familiarizarse con la población nativa. El tema en cuestión era el escabroso problema de la titulación de las comunidades. El experto de la ONG convocado, natural de uno de los grupos étnicos a ser estudiados, atendió con eficiencia las preguntas de los recién llegados (todos ellos docentes en universidades norteamericanas). No solo mostró sapiencia por ser nativo del lugar, hizo un despliegue del manejo técnico de cartografía digital y normas legales que impresionaron a su audiencia. Llegado el momento, los expertos preguntaron: “¿Hay más conflictos de límites entre grupos étnicos diferentes o entre los miembros del mismo grupo étnico?”. El experto nativo respondió sin pestañear: “No, es igual” y luego de detenerse un momento agregó: “La única diferencia es que entre diferentes grupos étnicos el conflicto es por límites, mientras que dentro del mismo grupo, es por brujería”. El desconcierto de los visitantes fue por demás comprensible.
Creo que deberíamos convocar a este experto para que nos resuelva el diferendo limítrofe entre San Isidro y Magdalena del Mar. Van 40 años repitiendo inútilmente sus razones, debe ser otro caso de brujería.