El 28 de Julio vimos a Ollanta Humala en su mejor versión. Su Mensaje a la Nación fue prolijo considerando las expectativas negativas. El problema es que no alcanza para lo que requiere el país en este momento. Y no me refiero a qué hacer para salir de la desaceleración económica que tanto obstina a los inversionistas y sus lobbistas, sino al tema de fondo que postergamos frívolamente: la reforma política.
La institucionalidad política en el Perú es como las calles limeñas: trajinadas e ineficientes, repletas de huecos; que en el mejor de los casos se parchan pero que mientras se reparan obstaculizan el paso. Nuestro aparato institucional no hace viable el desarrollo integral al que aspiramos. Por eso, vamos rumbo a ser un país con bonanza económica pero baja calidad de vida; donde la informalidad, la corrupción y las mafias penetran con facilidad el orden político. Algo así como la India en los Andes.
El discurso reformista que propone nuestro mandatario tendría sentido si cogiera al toro por las astas: Ley de Partidos Políticos (LPP), Descentralización Política (DP) y Sistema Anti-Corrupción (SAC). No se puede reestructurar la política peruana sin articular estos tres campos a la vez. Nuestro fracaso institucional es que se hizo una apertura participativa paralela (LPP y DP) sin partidos fuertes ni capacidad de control político desde el centro, dejando la territorialización de las organizaciones políticas a la inercia de lo que sucedía en un país posautoritario. Si a ello se le suma la ausencia de un SAC, el resultado es una “representación política” cooptada por intereses particulares a toda escala (desde la capital hasta el distrito más rural).
Así, el eje transversal debería ser el enraizamiento partidario en el territorio; es decir, facilitar una LPP que se potencie con las arenas electorales sub-nacionales. Por ejemplo, reemplazar el requisito de “presencia territorial” sean comités provinciales (fantasmas) por participación electoral obligatoria de partidos nacionales (solos o en alianzas con movimientos locales) en un mínimo de jurisdicciones regionales, provinciales y distritales; requiriendo una mínima valla que los obligue a ser competitivos no solo a nivel presidencial y parlamentario, sino también regional y municipal. Ello integrado a un sistema de “checks-and-balances” que no solo presione desde el centro (cuando el escándalo llegue a la prensa nacional) sino también desde los propios espacios sub-nacionales. El fortalecimiento de este “triángulo” institucional sería la base para posteriores capas y reformas institucionales como la reconfiguración de distritos electorales, la transferencia de competencias a órganos sub-nacionales y sanciones a funcionarios públicos corruptos.
¿Está dispuesto Ollanta Humala a pasar a la historia asumiendo este desafío de reconstrucción institucional? ¿Cuenta con la “tecnocracia institucional” para dejar la gasfitería y practicar una real ingeniería institucional? ¿Los Chehade boys de la Comisión de Constitución darán la talla? ¿Es posible fijar puntos de acuerdo político con las fuerzas opositoras para esta agenda? Solo si ello sucede, el discurso “reformista” oficialista tendría sentido (y la cooperación internacional encontraría también un rumbo en la materia). De otro modo, no tiene siquiera sentido plantear el debate.