El 2019 me ha gustado porque vivimos una insurrección silenciosa. Bueno, en comparación a vecinos como Chile, donde se siguen rompiendo vidrios.
¿Saben qué es lo extraordinario? Que desde varios flancos llegamos a conclusiones de cambio que eran exclusivas de la izquierda. Que la derecha conservadora lo haga por populismo, los liberales por equidad, la Iglesia por caridad, los empresarios por control de calidad; quien sea y por lo que fuera, el resultado es una extendida sensación de que hay reformas imprescindibles para que mucha gente no la pase tan mal en virtud de lógicas defendidas corporativamente.
El debate sobre el rol del Estado en las reformas urgentes no es tan maniqueo como en los 90, que se polarizó entre el cuco de Velasco y la mano invisible. Hoy la discusión es más sensata, sobre el grado y la forma en que el Estado debe regular muchas áreas de la economía. Para poner un solo ejemplo: nadie va a sostener, luego de la muerte de dos jóvenes en un McDonald’s, que las condiciones de trabajo pueden ser libradas a la buena de Dios, sin una reforzada Sunafil que las vigile.
Lo maravilloso –permitan mi entusiasmo de rebelde sin dogma– es que las élites que sostienen la gran distorsión del pensamiento liberal a favor de las prerrogativas corporativas han sido universalmente golpeadas por la insurrección digital (cito “The Game” de Alessandro Baricco, el gran libro del 2019), que pone las prerrogativas del ciudadano en el centro.
Las élites peruanas están puestas en la picota por nuestra pasión punitiva y judicial, como ha sostenido Max Hernández en entrevista que le hice el domingo en El Comercio. A ello se suma, ya les decía, el impacto que Internet ha tenido, lenta y silenciosamente, socavando la autoridad de políticos y líderes de opinión que tenían la última palabra sobre muchos temas.
Los políticos y los medios de comunicación han sido seriamente impactados. También lo ha sido la academia, aunque no al punto de arrebatarle a las universidades el sistema de acreditación de grados y títulos. Mi presagio para las próximas temporadas es que la insurrección silenciosa también debe llegar allí, a revolucionar ese sistema tan remolón que hasta está desfasado de la meritocracia que debiera primar en el mercado laboral si no fuera por, entre otras discriminaciones y obstáculos, la sacralización del cartón.
La formación universitaria es un purgatorio de la humanidad, sobre todo de la juventud. Pero es inacabable cuando de posgrados se trata. Con el tiempo –esto es puro presagio– se impondrán sistemas menos dramáticos y más asequibles de acreditación, que fusionen formación y experiencia. ¡Que tengan un gran 2020!