CARMEN MCEVOY
Historiadora
La pluma de Gabriel García Márquez retrató magistralmente el viaje final de Simón Bolívar por el río Magdalena. “¡Cómo voy a salir de este laberinto!” es la frase del Libertador que traduce los últimos días de un hombre atormentado por la contingencia. Compleja, ambivalente e incluso peligrosa para la gobernabilidad republicana es la herencia histórica del referente más importante de la revolución bolivariana, que hoy enfrenta su crisis más importante.
La crisis venezolana es de gobernabilidad, pero puede asociarse también a las contradicciones internas de un paradigma cultural, el bolivarianismo, asumido sin la menor critica por sus promotores.
Como seguidor de Maquiavelo, Bolívar entendía la naturaleza del poder. Por ello, para preservarlo, no ahorró escrúpulo alguno. En esa clave interpretativa no debiera sorprendernos, entonces, la entrega de Francisco de Miranda a los españoles; la guerra a muerte contra sus enemigos; las renuncias simuladas para retornar al poder supremo o su responsabilidad directa en el fusilamiento de Piar. Más allá de su temor a la “pardocracia”, lo que no debe olvidarse es que las contradicciones de Bolívar solo se entienden en el contexto de la guerra total en la que transcurrió su intenso paso por la vida.
“Con las uñas defenderemos la patria de Bolívar”, declaró ante las cámaras de televisión una de las miles de mujeres que participaron este fin de semana en la movilización pacífica convocada por el gobierno de Maduro. Sorprende que la paz deba defenderse con las uñas así como, también, impresiona ver a una muchedumbre compacta acompañando a un descendiente de Bolívar, Leopoldo López, camino a su detención. Su delito, para el oficialismo, es promover un “golpe de Estado”. A pesar que unas elecciones muy cuestionadas legitiman a Maduro, existen miles que defienden la política de la calle. Esta pareciera ser la única “salida” para enfrentar un gobierno que no escucha a la oposición.
La polarización que se vive en Venezuela no es un fenómeno meramente social. La confrontación violenta entre barrios y clases sociales y entre modos de ver el futuro de la República nos remite al paradigma político y cultural impuesto por Bolívar en los años de la guerra a muerte. Para el impulsor de la dictadura vitalicia en el Perú, la preservación del poder pasaba inevitablemente por el despotismo y por la desaparición del enemigo. Resulta obvio que esta metodología, que no es tan solo privilegio de Venezuela, no favorece el diálogo, la tolerancia, el respeto por el otro y menos la gobernabilidad democrática. Más bien fomenta lo opuesto: una guerra soterrada como la de hoy ha estallado en la patria de Andrés Bello.
Cuenta Enrique Krauze que nada lo entristeció más en sus visitas a Caracas que el odio inducido desde el micrófono del poder contra el amplio sector de la población que disentía de ese poder. El odio cerrado a la razón, el rechazo a la tolerancia y el diálogo era, según Krauze, el legado del chavismo. Aquí habría que añadir que el mundo de los buenos y los malos no fue un invento de Chávez. Este paradigma, poco estudiado en su relación al quehacer político latinoamericano, hunde sus raíces en el iluminismo del siglo XIX. Mientras Venezuela no rompa con ese legado, del cual Bolívar bebió con fruición, será difícil construir una república que incluya a todos sus ciudadanos y ciudadanas.