Según un informe periodístico difundido el último fin de semana, el congresista José Luna, de Solidaridad Nacional, solicitó, como presidente de la Subcomisión de Acusaciones Constitucionales, la contratación de tres asesores para que se ocupasen de “temas muy delicados y de mucha reserva”. No obstante, lejos de cumplir esta función, ellos estuvieron trabajando a tiempo completo en una universidad de su propiedad, mientras recibían sueldos financiados con recursos públicos. Y las explicaciones que ha ofrecido Luna ante esa denuncia han sido deleznables.
Por un lado, el legislador ha aseverado que los tres empleados fantasmas abusaron de su confianza y actuaron a sus espaldas. Y, por otro, ha dicho: “Sería un tonto o un estúpido que, por unos cuantos soles, me voy a arriesgar [sic]”. Pero la verdad es que si esas personas hubieran querido engañarlo utilizando para otros fines un tiempo que debía estar dedicado a las tareas que él les encomendó, no habrían ido a trabajar precisamente a una institución que le pertenece. Además, es evidente que si la tontería intrínseca de aquello que se les imputa habitualmente a los congresistas sometidos a investigación fuese argumento suficiente para desechar los cargos que pesan sobre ellos, la Subcomisión de Acusaciones Constitucionales o la Comisión de Ética Parlamentaria habría dejado de existir hace rato.
Los memoriosos han recordado en estos recientes días al desaforado Michael Urtecho, que contrató a dos ‘asesores’ que trabajaron en realidad para su familia (una como empleada del hogar y el otro, como personal de seguridad). O al fujimorista Aldo Bardales, que contrató supuestamente a una ‘técnica’ para su oficina, pero la hizo cuidar a su madre en Moyobamba.
Ahora el congresista José Luna ha sido acusado de algo muy parecido y está tratando de convencernos de que, a pesar de las semejanzas, lo suyo es distinto. Hasta el momento, sin embargo, no lo ha conseguido.