En pocos días, el 2020 llegará a su fin y dará paso al año en el que el Perú cumplirá 200 años desde que se declaró su independencia.
Basta con conocer de forma muy básica la historia de nuestro país para saber que los últimos dos siglos han sido todo menos una utopía republicana. A una nación marcada por guerras, epidemias, dictaduras, terrorismo y crisis económicas, se le sumó el predominio de una clase política apática, tendiente a la corrupción e impulsada más por intereses particulares que por las necesidades de los ciudadanos. Una circunstancia que en los cinco años que se van no solo se confirmó, sino que nos hizo conocer nuevos niveles de inestabilidad.
Así, la llegada del bicentenario no solo supondrá un nuevo hito para la historia del país, sino también la culminación de un lustro que hizo patentes nuestras carencias y debilidades.
Para empezar, que Palacio de Gobierno haya tenido cuatro inquilinos en un período en el que solo debió tener uno y que el Congreso haya acogido a dos grupos de representantes cuando debía mantenerse el primero son muestras nítidas de lo impredecible que ha sido nuestra democracia desde el 2016. La situación describe dos realidades lamentables. Por un lado, habla de la existencia de jefes del Estado debilitados por investigaciones de corrupción (como han sido los casos de Pedro Pablo Kuczynski y Martín Vizcarra) y caracterizados por el manejo torpe y abusivo que hicieron del poder (como fue el caso de Manuel Merino). Por otro, describe la presencia de Parlamentos agresivos, prestos a explotar las flaquezas de su contraparte empleando como arma interpretaciones antojadizas de la Constitución, y a un Ejecutivo al que no le tembló la mano para hacer lo mismo para disolver al Legislativo.
En general, los últimos cinco años han demostrado la podredumbre que afecta nuestro sistema político. Las investigaciones de los casos Lava Jato y ‘club de la construcción’ han ido poniendo sobre la mesa la discusión sobre el financiamiento ilícito de campañas electorales y revelando la presencia de amplias redes de soborno que involucrarían a presidentes y a múltiples altos funcionarios desde el 2001. De esta manera, las pesquisas han supuesto líos legales, y hasta prisiones preventivas, para los exmandatarios Alejandro Toledo, Ollanta Humala, Pedro Pablo Kuczynski, Alan García –quien se quitó la vida en el 2019 cuando iba a ser detenido– y ahora Martín Vizcarra. Asimismo, líderes de partidos políticos como Keiko Fujimori y exalcaldes de Lima como Luis Castañeda y Susana Villarán han sido señalados por la fiscalía.
Pero el sistema de justicia tampoco se ha librado de los escándalos. En el 2018, el país escuchó a múltiples magistrados, entre los que resalta el ahora exjuez supremo César Hinostroza, tomando decisiones a favor de sus “hermanitos” y en perjuicio del país. Además, fuimos testigos de la conducta irregular del fiscal de la Nación, Pedro Chávarry, que en más de una ocasión buscó ponerle zancadillas al trabajo del equipo especial Lava Jato.
A todo lo anterior, se suma el populismo que ha venido marcando el accionar de nuestras autoridades en los últimos meses. En muchos casos, con la pandemia del COVID-19 como coartada, pero con el aplauso fácil y las ambiciones electorales como verdaderos motivos. De esta manera, décadas de prudencia macroeconómica han sido puestas en jaque en medio de una aguda crisis económica y la posición del Perú como terreno potable para las inversiones se ha visto seriamente perjudicada.
Sin embargo, el año entrante no solo trae consigo algunas efemérides simbólicas, sino también llega con nuevas oportunidades que podrían empezar a materializarse desde el 11 de abril, día en el que los peruanos acudiremos a las urnas. Después de tanto sufrimiento y zozobra, la elección de nuevas autoridades debería, ahora sí, ser una bocanada de aire fresco y, ojalá, una oportunidad para dejar atrás nuestras aflicciones bicentenarias.