La Costa Verde es un ejemplo perfecto, a nivel de autoridades, de un bien que, al ser de todos, acaba siendo responsabilidad de nadie. Este problema ha sido ilustrado dramáticamente por el juego del gran bonetón establecido entre las municipalidades distritales involucradas, la Municipalidad Metropolitana de Lima y la Autoridad del Proyecto de la Costa Verde (un ente al que se dio más comida que dientes) a raíz de la reciente tragedia causada por el estado de abandono en el que se encuentra la seguridad de sus acantilados. Cada uno tenía leyes que invocar por las cuales le tendría que haber tocado a otro hacer lo que correspondía para que el tránsito por las vías del lugar deje de ser ese juego de ruleta rusa que desde hace años es. Consiguientemente, los cruces de declaraciones y las reuniones de autoridades culminaron sin que haya un claro responsable de lo sucedido.
Es inconmensurable lo que esta condición de “tierra de nadie” que jurisdiccionalmente tiene la Costa Verde viene costando a Lima. Hace tiempo que el lugar tendría que haberse desarrollado como uno de los grandes espacios de esparcimiento en contacto con la naturaleza que tanta falta hacen a Lima, haciendo que la ciudad, una de las pocas capitales del continente que está frente al mar, deje finalmente de darle la espalda. Por otra parte, nunca se ha hecho más patente este desperdicio que ahora que, estando ya en funcionamiento la concesionada planta de tratamiento de Taboada y a punto de comenzar a funcionar la de la Chira, la bahía de Lima se apresta a tener un mar limpio por primera vez en décadas. Con un mar así, un gran malecón que una a todos los distritos que la comparten, un sistema de seguridad apropiado, accesos confortables a las playas y, en general, buena infraestructura para paseantes y bañistas, no es exagerado decir que la Costa Verde podría cambiar lo que significa vivir en Lima –y ayudar a mejorar, además, lo que la ciudad es hoy para los turistas–.
Por otro lado, la Costa Verde cumple también un rol esencial como vía de evitamiento limeña. Pero esta no es una función que pueda seguir realizando en su actual estado, en el que, sumando a los problemas de seguridad de sus acantilados, el lugar se ha vuelto, especialmente en verano, una de las rutas más lentas y caóticas de la capital – lo que ya es decir bastante–. Hace falta ampliar sus vías, hacer lo propio con sus playas mediante un sistema de espigones y, probablemente, construir ‘by-passes’ en más de un punto, evitando de esta forma que la infraestructura para mejorar uno de sus usos termine cancelando al otro.
De más está decir que poner a la Costa Verde en aptitud de servir bien a sus dos usos centrales a la vez –o, en realidad, a cualquiera ellos– requerirá de inversiones muy importantes. Solo el enmallado que Emape realizará ahora en sus acantilados está estimado en S/.150 millones. Dada la significación que el lugar puede tener para la capital, sin embargo, bien puede valer la pena que el Gobierno Central esté involucrado en el financiamiento de su mejora (como, de hecho, ya ha sucedido antes).
Sea como fuere, sin embargo, está claro que ningún proyecto ni ninguna visión de la Costa Verde será viable – esté o no bien financiado– mientras no haya una sola autoridad que tenga a su cargo su concepción y ejecución, y que sepa claramente que verá concentrados en ella los aplausos o las críticas, conforme lo que ocurra con el lugar.