Hace unos días se produjo un nuevo derrame de petróleo en uno de los ramales del Oleoducto Norperuano, el ducto de más de 800 kilómetros que transporta crudo desde los yacimientos selváticos hasta la región Piura, y que se encuentra bajo la administración de Petro-Perú. Con esta, son ya 44 las fugas que se han producido en la estructura en los últimos cinco años y que han costado S/691 millones en reparaciones. Un monto que, solo para aclarar, pagamos todos los peruanos.
Si esta introducción, por si sola, ya debería encender algunas alarmas entre las autoridades, la revisión de los detalles de las filtraciones solo agrava el panorama. Pues, en gran parte, la historia de los derrames del oleoducto implica una conjugación desafortunada de varios factores que, al final, se nutren de una misma fuente: la incapacidad del Estado tanto para preservar sus instalaciones, como para hacer cumplir la ley allí donde se ha quebrado.
Según los datos que publicamos en este Diario hace dos días, el 64% de los derrames del último quinquenio se debe a actos de sabotaje; es decir, a roturas provocadas por personas que ven en estas una fuente para ganar dinero.
En efecto, no son nuevas las denuncias de que, en muchas ocasiones, comunidades cercanas al ducto sabotean adrede las instalaciones para luego ser contratadas por la propia empresa en las labores de limpieza del crudo derramado. En el 2016, por ejemplo, el entonces titular de Energía y Minas, Gonzalo Tamayo, alertaba sobre “un esquema de incentivos perversos” animado, en buena cuenta, por el alza que realizó Petro-Perú al jornal de las labores de remediación (de S/50 a S/150). Vale decir que este dinero –el que se usa para pagar a quienes, paradójicamente, han suscitado el desastre– no crece espontáneamente en el subsuelo, sino que sale de los bolsillos del resto de peruanos. La razón por la que el Estado decide usar nuestra plata para pagar a quienes atentan contra la infraestructura pública aún no la conocemos.
Como es evidente también, quienes rompen el oleoducto, además de provocar un desastre ecológico y de atentar contra la salud de la gente que vive en los alrededores, cometen un delito. Y, sin embargo, hasta ahora no hemos sabido de un solo proceso en contra de alguno de los involucrados. Lo que, en buena cuenta, exhibe a un Estado incapaz de aplicar el derecho y de hacer cumplir la ley ante quienes la han transgredido.
Pero este no es el único punto en el que el Estado queda desnudo, sino también en los derrames provocados por corrosión de la tubería y por falta de mantenimiento de la misma. En el 2016, por ejemplo, se conoció que el oleoducto no había recibido un mantenimiento adecuado en los 16 años anteriores. Una negligencia tratándose de una estructura con más de cuatro décadas de funcionamiento. En el 2015, además, una inspección interna en el ducto detectó 73 puntos con pérdidas de espesor superiores al 70%; es decir, con riesgo de roturas. La respuesta a dicho diagnóstico todavía no se conoce.
Ello por no hablar del desgaste que se genera en la estructura debido a que esta no trabaja a la capacidad que debería. El informe final de la Comisión del Congreso constituida en el 2016 para investigar, precisamente, estos derrames, alertó que “los tramos I, II y ramal norte del oleoducto tienen una capacidad efectiva de transporte de petróleo que representa el 29%, 48% y 34% de su capacidad de diseño, respectivamente”.
Claramente, estas filtraciones –causadas por el mal estado de la estructura– derivan en multas millonarias impuestas por la OEFA, que Petro-Perú debe cancelar echando mano, una vez más, al dinero de todos.
Así las cosas, que estos incidentes se hayan vuelto una película repetida debería llevar a cuestionarnos la idoneidad de Petro-Perú como administrador. Pues el costo de oportunidad para el país por todo lo que se viene gastando en el oleoducto no es baladí. Ahora que se ha reabierto el debate del estado-empresario quizá sea una buena oportunidad para revisar también cuán ‘estratégico’ nos resulta a todos mantener viva esta firma.