La semana pasada, la Corte Constitucional ecuatoriana autorizó al Congreso enmendar la Carta Magna para que, en lugar de permitir solo una reelección inmediata, permita la reelección indefinida. De aprobarse esta reforma en el Congreso –en el que el oficialismo tiene una sólida mayoría–, el presidente Rafael Correa, en el poder desde el 2007, podría extender perpetuamente un mandato que se esperaba venciera el 2017. Y un mandato que, dicho sea de paso, ya había logrado prorrogar cuando en el 2009 comenzó un nuevo “primer” período bajo la nueva Constitución que él mismo promovió, lo que le permitió postular por “segunda” y supuestamente última vez en el 2013.
Lo que parecen olvidar las autoridades ecuatorianas es que prohibir la reelección indefinida tiene (al igual que prohibir la reelección inmediata) un sentido: evitar que aparezca un presidente-caudillo que use su tiempo en el poder para copar todas las instituciones. Un caudillo que sienta poco probable que venga alguien después de él para supervisar que haya actuado según la ley, y que crea que el país es su reino. Uno que se valga de los recursos del aparato estatal para competir en condiciones desiguales en las urnas. Un caudillo que, en pocas palabras, se vista de demócrata para instaurar una dictadura.
Los peligros de perpetuarse en el poder son bien demostrados en el propio caso ecuatoriano, donde todo parece indicar que –aunque habiéndolo negado antes– el presidente buscará aferrarse al poder, no contento con los diez años al mando de Ecuador que tendrá en el 2017 y que viene usando para someter todas las instituciones de su país.
Así tenemos que en Ecuador la independencia del Poder Judicial está muy lejos de ser una realidad. Recordemos, por ejemplo, que hace algunos años se reemplazó el Consejo de la Judicatura (órgano independiente encargado de seleccionar, ascender y destituir a los jueces) por un “consejo de transición”, integrado –como denunció Human Rights Watch– por miembros elegidos en la práctica por el propio Correa. La misma organización denunció en su más reciente reporte anual que el Poder Judicial ecuatoriano ha sido afectado durante años por la influencia política y ha recordado cómo en diciembre del 2012 observadores de cinco países de América Latina, invitados por el gobierno, concluyeron que existían anomalías en el proceso de designación de los magistrados.
Si hablamos del Congreso, por su parte, tenemos que recordar que una reforma constitucional estableció que el presidente tuviera derecho no solo a archivar por un año entero cualquier proyecto de ley, sino que incluso pudiese disolver el Congreso si este obstruyese “el plan nacional de desarrollo” (lo que se traduce en poder disolverlo cuando considere más conveniente).
El presidente Correa, además, ha aprovechado su tiempo para asfixiar uno de los controles más importantes que debe tener toda democracia: la prensa libre. Así, se aprobó una ley de comunicación que permite al Estado controlar los medios independientes y que con sanciones y multas termina restringiendo la libertad de expresión. Asimismo, durante el gobierno de Correa se han usado las cortes para perseguir a periodistas opositores, como cuando la justicia ecuatoriana sentenció a tres directivos y un periodista del diario “El Universo” a tres años de cárcel y al pago de US$40 millones de multa por publicar una columna que ofendió a Correa. En época electoral, además, el gobierno ha prohibido convenientemente la publicación de opiniones “tendenciosas”, lo que no es otra cosa que una forma de acallar a la crítica. Esto, por supuesto, por solo mencionar algunos puntos de una interminable lista de medidas, que fueron bien resumidas por un secretario de Comunicación ecuatoriano cuando, justificando la actitud oficialista de persecución a la prensa, aseguró: “Un jardinero debe podar todos los días la mala hierba”.
Es cierto que lo que sucede en Ecuador no es un fenómeno aislado. En Bolivia, Evo Morales, presidente desde el 2006, acaba de ser re-reelegido. En Argentina, Cristina Fernández está en el poder desde el 2007, y se sospecha que podría buscar un tercer mandato. En Venezuela el chavismo se ha perpetuado en el poder durante más de 15 años. Pertenecer a este grupo, más que un consuelo por pecar en mayoría, debería ser una señal de alerta para los ecuatorianos.
Ecuador, en fin, haría bien en entender que una reforma constitucional que permita la reelección indefinida no sería más que el último golpe a la famélica democracia ecuatoriana: la institucionalización de la dictadura.