Uno de los pilares fundamentales de la democracia tal cual se la entiende hoy es, sin duda, el derecho de todos a acceder libre y fácilmente a la información pública. Gracias a él, cualquier ciudadano puede solicitar, por ejemplo, información sobre el destino de los impuestos que paga o sobre las capacidades de los funcionarios que esos impuestos financian. En el Perú, este derecho se vio consagrado en una norma –la Ley de Transparencia y Acceso a la Información Pública– hace poco más de una década. Y si bien desde entonces ha producido algunos resultados positivos, un informe publicado la semana pasada en este Diario nos ha advertido cuán lejos estamos de que su cumplimiento sea satisfactorio.
Páginas web sin información adecuada, entrega parcial de datos, solicitudes denegadas sin motivo y cobros arbitrarios son pan de cada día en diversas reparticiones públicas del país. Según un informe de la Defensoría del Pueblo (DP), en el 2013, el 58% de las entidades públicas no entregó a la Presidencia del Consejo de Ministros (PCM) cifras sobre las solicitudes de información que recibieron; y entre ellas, los gobiernos distritales fueron los más incumplidos. De hecho, y siempre según las cifras de la DP, actualmente una de cada cuatro municipalidades de Lima Metropolitana incumple la ley de transparencia. La pregunta que cae de madura, entonces, es por qué tal incumplimiento es tan generalizado.
Pues bien, un análisis atento revela que esa circunstancia deriva en gran medida de un defecto en el diseño de la norma. En concreto, del hecho de que si bien se establecen en ella los procedimientos y obligaciones de las entidades públicas y sus funcionarios, no se especifica al mismo tiempo qué sanción corresponderá a quienes los ignoren. Es decir, se trata de una ley sin dientes. Y sin penas que afrontar, la experiencia indica que toda burocracia se rinde a la cultura del secretismo y se torna ajena al ciudadano, cuando no proclive a la corrupción.
Semejante situación deja en claro desamparo a los ciudadanos que, ante cualquier incumplimiento de la ley, no tienen otro camino para reivindicar sus derechos que el de iniciar un largo y costoso proceso judicial. Y aun cuando la controversia pudiera ser elevada al Tribunal Constitucional (TC), el panorama no luce más alentador: en algunos casos, la referida institución ha tardado más de tres años en fallar sobre casos de ese tipo.
Consciente de esta situación, hace más de dos años, la DP presentó a la PCM un anteproyecto de ley que propone la creación de una autoridad nacional para la transparencia y el acceso a la información pública: un organismo que se encargaría de fiscalizar la observación de las obligaciones contenidas en la norma y de sancionar administrativamente a las entidades que las incumplan. Esta autoridad contaría, además, con una instancia que resolvería de manera expeditiva aquellos reclamos que sean motivo de controversias frecuentes, y sus criterios serían vinculantes. Es decir, ideas en general bastante sensatas para enfrentar los problemas mencionados. Pero, lamentablemente, la PCM no parece verlo así, pues, pese al tiempo transcurrido, no ha enviado aún la propuesta al Congreso para su debate. Y, claro, pedir información sobre las razones de esa demora no es una opción disponible.
Es de destacar, por otra parte, que países como México, Honduras, Chile y El Salvador ya cuentan con organismos autónomos de esta naturaleza (creados en algunos casos desde el año 2002), y que hacer lo propio fue uno de los compromisos asumidos por el Perú al suscribir la alianza para el gobierno abierto, en el 2011. Una alianza que, como se sabe, promueven los presidentes Barack Obama y Dilma Rousseff, de Estados Unidos y Brasil, respectivamente, para que los gobiernos sean más transparentes, rindan cuentas y mejoren la capacidad de respuesta hacia sus ciudadanos.
Por último, hay que señalar lo paradójico que resulta que el Estado Peruano cuente desde hace años con una entidad como el Indecopi, encargada de sancionar a las empresas privadas que no provean a los consumidores información cierta y necesaria, pero que, en lo que concierne a las entidades públicas (que todos los peruanos solventamos con nuestros impuestos) no existan instituciones dentadas que aseguren el cumplimiento de esas mismas obligaciones. Una inadvertida variante de ‘la ley del embudo’.