El presidente del Consejo de Ministros, Pedro Cateriano, fue interrogado este jueves por la prensa acerca de las propuestas de Alan García para reducir la delincuencia en un eventual nuevo gobierno suyo. Y aunque al principio dijo que se mordía la lengua para no responder (y evitar así, seguramente, una confrontación con uno de los sectores políticos con los que más trabajo le ha costado tender puentes), al final no pudo contenerse y señaló que el líder aprista “pretende vender la idea de que solo ha gobernado cinco años”, cuando en realidad ha gobernado diez.
El comentario, por cierto, era algo más que una constatación aritmética. Quería subrayar el hecho de que García, habiendo gobernado dos veces el país, habla de la inseguridad como si no le hubiese tocado a él antes enfrentarla… y fracasar, al igual que la administración actual, en el intento. En el fondo, la reflexión implícita era: si tan buenas ideas tiene al respecto, ¿por qué no las aplicó antes? Y resulta difícil no estar esencialmente de acuerdo con ella.
¿Hizo mal el primer ministro en deslizar la crítica? No lo creemos, porque aparte de atinada, no fue formulada en términos ofensivos y, en esa medida, no melló su rol de vocero del gobierno ni la ponderación que corresponde a su cargo. Además, Cateriano es finalmente un político y su futuro en ese terreno depende también de lo que dice y calla desde la posición de poder que ahora ocupa.
Es por eso, precisamente, que resulta relevante evaluar también sus intervenciones sobre la actuación del partido nacionalista –al que, después de todo, no pertenece– y su presidenta, Nadine Heredia (que, aunque ostenta el título de primera dama, no tiene ubicación alguna en la estructura del Estado). Y de hecho, en esa misma presentación ante la prensa, fue previsiblemente interrogado acerca de la situación en que ella ha quedado tras haber admitido la propiedad de las famosas agendas.
En este caso, sin embargo, el primer ministro se mordió la lengua con más eficacia. “Mi papel como presidente del Consejo de Ministros no es el de ser abogado de ese caso”, sentenció. Y se limitó a agregar lo obvio: que la esposa del presidente tiene, como cualquier ciudadano, derecho a la presunción de inocencia.
Nada comentó, empero, acerca de la persistencia con la que la señora Heredia mintió durante meses acerca de las libretas y de su sugestiva resistencia a pasar por el examen grafotécnico para determinar si los apuntes espinosos que abundan en ellas corresponden o no a su puño y letra.
Su silencio, por lo demás, llama especialmente la atención en la medida en que la necesidad de asepsia que invoca en razón del cargo no se ha cumplido en algunas ocasiones anteriores. El 22 de junio, por ejemplo, con respecto al paso de la primera dama de invitada a investigada en la Comisión Belaunde Lossio, dijo que había “un aprovechamiento político de la oposición”. Y el 5 de julio, cuando aparecieron encuestas en las que el 58% la creía corrupta, declaró: “Estamos ante una campaña de demolición”. De manera que la neutralidad le parece necesaria cuando le podría tocar criticarla, pero no cuando puede defenderla.
Habría que recordar, por último, que el problema político que discutimos no le es completamente ajeno, pues su firma consta en la resolución suprema con la que se destituyó a la incómoda procuradora Julia Príncipe: precisamente la funcionaria que recibió en primera instancia las agendas y las entregó a la fiscalía. Respecto de ella, además, sí se animó a decir: “No ha sido sincera con el país”. Una frase que, con mucho mayor acierto y justificación, podría haber pronunciado también en esta oportunidad.
Un viejo refrán afirma que cada quien es dueño de sus silencios y esclavo de sus palabras. En política, no obstante, son los silencios a veces los que atan a una persona a un trance o una situación ingrata o de descrédito. Sobre eso y su futuro en la escena pública debería reflexionar el ministro Cateriano cada vez que se sienta tentado a morderse la lengua.