EDITORIAL
Esta semana un informe del Banco Mundial ha venido a confirmar que la gran mayoría (el 65%) de las empresas que existen en el país son informales. Un dato que calza muy bien con ese otro que nos recordó la OIT hace poco: el 68,6% de la fuerza laboral peruana es empleada en la informalidad.
Pese al prodigioso crecimiento y todo lo avanzado en los últimos años, entonces, sigue siendo verdad lo que alguna vez afirmase Basadre: el Perú legal está divorciado del Perú real.
Más concretamente, al menos en todo lo que se refiere al movimiento económico, el Perú que cumple la ley es un país pequeño, que subsiste rodeado por otro país enorme e informal. País enorme e informal que a su vez vive viendo todas las regulaciones que se aplican y reproducen en el primero con la actitud de quien ve llover (en otro lado). La culpa de este divorcio entre normas y realidad la tienen las normas. Es decir, el Estado que, en todos sus niveles, las dicta y multiplica. No es por una innata vocación delincuencial que la mayoría de peruanos simplemente hace como si las diferentes regulaciones laborales, tributarias y administrativas en general no estuvieran ahí. Es por la ausencia de “principio de realidad”, para decirlo con Freud, con que se dictan las normas en el Perú. Dicho de otra forma, para nuestros legisladores y burócratas este país grande e informal, donde trabaja la mayoría de los peruanos, es, para todo efecto práctico, extranjero: no parece formar parte de su jurisdicción ni de su responsabilidad. Mentalmente, lo han expatriado.
No hacemos esta afirmación a priori. Se puede demostrar de varias formas diferentes que nuestra normativa plantea a la economía del país unas cargas que son irracionales. E irracionales muchas veces no solo en atención al tamaño de nuestra economía y al de la mayoría de nuestras empresas, sino también en términos absolutos (en corto: exigencias que son ridículas tanto en el Perú como en Suiza).
Acaso una de las más elocuentes de estas pruebas sea el propio hecho de que un número tan grande de nuestros emprendedores esté dispuesto a pagar el precio de la informalidad. Después de todo, este precio suele significar un obstáculo enorme para la que es una de las principales metas de todo empresario: crecer. Y es que la informalidad no solo limita seriamente varios de los instrumentos principales con los que cualquier empresa crece –como, por ejemplo, el acceso al crédito–, sino que obliga también directamente a quienes están en ella a mantener un tamaño pequeño (muchas veces dividiendo empresas constantemente) para poder permanecer, por ejemplo, fuera de la mirada de la autoridad tributaria o de los inspectores laborales.
También hay cifras importantes que sirven para probar la sobrecarga a la que nos venimos refiriendo. Así, por ejemplo, mientras que en el Reino Unido la remuneración mínima vital (RMV) es igual al 39% del salario medio urbano, y en Estados Unidos al 38%, en el Perú es igual al 100% del mismo. De hecho, en varias de las regiones más pobres del país (como Huancavelica, Ayacucho, Cajamarca, Puno y Apurímac), nuestra RMV es muy superior al ingreso promedio de la población ocupada, lo que la vuelve de por sí en un obstáculo infranqueable para la formalización en estas regiones. Por otra parte, los costos no salariales del trabajo (es decir, lo que un empresario tiene que costear por cada trabajador que contrata en adición al sueldo que paga a este) alcanzan en el país al 64% del monto del salario.
En cuanto al aspecto tributario, es ilustrativo decir que nuestro impuesto a la renta empresarial está casi 10 puntos porcentuales por encima del promedio de los 34 países más desarrollados del mundo (agrupados en la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos-OCDE).
En lo que toca a las barreras burocráticas a los negocios en general, finalmente, ocupamos el puesto 113 de 139 países en la categoría de “peso de las regulaciones burocráticas” del Reporte Global de Competitividad. Peor aun, estamos bastante por detrás (es decir, tenemos bastante más exigentes regulaciones) que el antes referido promedio de los países de la OCDE, lo que es particularmente significativo, si tomamos en cuenta que no tenemos ni de cerca el nivel de protección para los diferentes derechos de terceros que hay en estos países.
De hecho, en fin, el generar trámites absurdos por doquier parece ser parte de un imbatible ADN nacional. Baste con ver cómo el ministro de Economía acaba de anunciar los meritorios avances que su gestión ha tenido anulando trámites engorrosos como parte de la Agenda de Competitividad 2012-2013, pocas semanas después de que el Ministerio del Interior de su mismo gobierno ordenase que cualquier promoción comercial que quiera realizar un vendedor (digamos, lanzar una oferta del 2x1) debe de ser previamente autorizada por el mencionado ministerio. Ya se sabe, por cuestiones de seguridad nacional…