Contrariamente a lo que muchos políticos nacionales suelen creer, la intervención del Estado en la economía está solo justificada en circunstancias especiales. El financiamiento de bienes públicos, por ejemplo, es una ocasión en la que el gobierno debe jugar un rol. Otro campo en el que se espera que el Estado participe activamente es en facilitar que la información sobre bienes y servicios esté disponible tanto para consumidores como para productores (lo que en jerga económica se conoce como reducir la asimetría informativa).
Con la aprobación en mayo del 2013 de la Ley de Promoción de la Alimentación Saludable para Niños, Niñas y Adolescentes, también conocida como la ley de comida chatarra, los congresistas parecen haber entendido este concepto directamente al revés. Por ejemplo, al restringir la publicidad de los productos considerados “peligrosos para la salud de los jóvenes”, los legisladores limitan enormemente el flujo e intercambio de información que debe existir para mantener a los potenciales consumidores al tanto de qué alimento tiene, por ejemplo, menor precio que la competencia o contenido más saludable.
El sábado pasado, la publicación de los parámetros técnicos de contenidos de azúcar, sal y grasas saturadas volvió a poner dicha ley sobre la palestra. Si bien aún queda pendiente la aprobación del reglamento integral de la norma, algunos congresistas ya han hecho sentir su incomodidad por la tardanza en la implementación de la ley. Al respecto, Jaime Delgado, uno de sus principales impulsores, declaró que la actual situación de incertidumbre sobre su aplicación es “una burla”.
La norma, sin embargo, está plagada de imprecisiones y disposiciones que van en contra de los intereses de los mismos consumidores. La ley, por ejemplo, restringe, utilizando diversos mecanismos, la publicidad de alimentos procesados dirigida a menores de 16 años. Estos mecanismos resultan ser tan amplios que prácticamente cierran la posibilidad de seguir haciendo publicidad para este segmento. Además, queda flotando la pregunta de cómo se hará publicidad para segmentos distintos, pues es difícil pensar en un comercial que apele exclusivamente, por ejemplo, a los consumidores de chocolate mayores de 16 años.
Pero las nuevas disposiciones no solo regulan la publicidad para menores, sino que también disponen la eliminación progresiva de los alimentos industriales con grasas trans. En este punto, los legisladores parecen haber hecho un uso libertino de su título de padres de la patria para pasar a tratar a grandes y chicos con una dosis extra de paternalismo. Muy aparte del recorte de las libertades que implica restringir y limitar un asunto tan personal como los alimentos que se ingieren, lo cierto es que es relativamente poco lo que se puede lograr en términos de salud eliminando las grasas trans. Después de todo, los niveles de sedentarismo y actividad física, el metabolismo de cada persona y los hábitos alimenticios generales de rutina determinan en mucha mayor medida la salud de los ciudadanos que unas papitas procesadas ocasionales.
En todo caso, si de preocuparse de la salud y alimentación se trata, existen otras prioridades que el Congreso y el gobierno podrían perseguir antes de continuar la cruzada en contra de los picarones y las galletas cubiertas de chocolate. Según el Ministerio de Desarrollo e Inclusión Social (Midis), la desnutrición crónica infantil aún afecta a uno de cada siete niños en el Perú, y el problema –que condiciona de forma irreversible el desarrollo de las personas– es especialmente grave en zonas rurales.
Por supuesto, nada de esto quiere decir que la alimentación inadecuada a base de grasas y golosinas sea positiva, sino simplemente que limitar el acceso a información sobre los productos disponibles y sacar a otros, de plano, del menú no es el camino adecuado para lograr que grandes y chicos mejoren sus hábitos alimenticios. Más aun, tampoco es el Estado el que debería determinar –por encima del criterio de los padres– qué consumen sus hijos, ni mucho menos limitar las opciones de los adultos aplicando conceptos paternalistas. A fin de cuentas, si el Estado no desea cumplir con su rol para cerrar las brechas de información entre consumidores y productores, haría bien, por lo menos, en dejar que sean las mismas personas las que determinen, a base de información libre, lo que ellas y sus hijos se llevan a la boca.