El miércoles, inmediatamente después de retirarle la confianza al hasta entonces ministro de Economía, Alfredo Thorne, el Legislativo llevó a cabo la que fue su cuarta sesión plenaria para interrogar a un ministro de Estado desde que el presidente Kuczynski asumió funciones hace menos de 11 meses.
En una sesión que continuó la mañana del jueves, el titular de la cartera del Interior, Carlos Basombrío, tuvo que enfrentar una larga jornada, primero, respondiendo a un pliego interpelatorio de 39 preguntas y, a continuación, presenciando una maratónica secuencia de intervenciones parlamentarias que –como ocurrió antes con los ex ministros Jaime Saavedra y Martín Vizcarra– en muchos casos no estuvieron al nivel que se esperaría de los representantes de ese poder del Estado.
Como hemos destacado más de una vez en esta página, la interpelación es un mecanismo de control político no solo válido, sino saludable para mantener el balance de poderes. Sin embargo, cada una de las veces en que este Congreso ha hecho uso de esta facultad, los modales democráticos han terminado diluyéndose en medio de un espectáculo de aporreo y reproches infundados. Y esta vez no fue la excepción.
Un vistazo al pliego interpelatorio, de hecho, ya permitía presagiar que el nivel de los cuestionamientos no distaría demasiado del observado en las ocasiones anteriores. Llama preocupantemente la atención, por ejemplo, que por un lado se le haya reclamado al ministro en la pregunta 7 por su “retraso” en restablecer el convenio entre la Policía Nacional y la Asociación de Bancos (ante lo que se llamó una “equivocada decisión del gobierno humalista” de dejarlo sin efecto); y que por otro, en la pregunta 37, se lo criticase precisamente por haber restablecido ese mismo convenio (pues, dice el pliego, “los bancos comerciales tienen muchos recursos económicos para contratar personal de seguridad privado”).
No parece serio tampoco que en la pregunta 13 se recriminase al ministro el hecho de que algunos policías presuntamente involucrados en actos ilícitos no hayan recibido servicios de defensa legal por parte de la Defensoría del Policía, cuando bastaba revisar la normativa pertinente para enterarse de que no es ese órgano el encargado de prestar tal servicio a los agentes, sino la División de Defensa Legal al Policía.
Ya en la sesión, tras la intervención de Basombrío, la situación no mejoró. Algunos legisladores, por ejemplo, dejaron en evidencia una soterrada pulsión de censura, como el fujimorista Daniel Salaverry (“si no fuera por la renuncia del ministro Thorne, hoy día este señor [Carlos Basombrío] se iba a su casa”) y su colega de bancada Alejandra Aramayo (“el país no va a poder cuestionar a este Congreso si pide posteriormente la censura del ministro Basombrío”). Otros, entretanto, dedicaron sus intervenciones a asuntos que poco o nada tenían que ver con lo que era materia de discusión, como el congresista Benicio Ríos (APP), quien aprovechó su turno para exigir la presencia de la ministra de Educación en el Cusco en razón de una protesta de maestros.
Aportó también lo suyo el acciopopulista Yonhy Lescano, quien cuestionó el convenio entre la policía y la Asociación de Bancos con una extraña fórmula demagógica (“seguridad para los ricos y asalto, delincuencia y robo para los pobres”) y aseguró que las cifras presentadas por Basombrío “no reflejan lo que está pasando en las calles”… pero sin mostrar evidencia alguna de esa aseveración. Mientras que el legislador Bienvenido Ramírez, de Fuerza Popular, afirmó que el ministro “tiene que largarse”. Ello luego de haberlo acusado de apología del terrorismo (“la seguridad del país está en manos de alguien que odia a la Policía Nacional, alaba al terrorismo y es amante de la apología al terrorismo”) y de haberle espetado en un tono francamente discriminatorio: “Los peruanos no son gringos como usted, señor ministro”. Y los ejemplos pueden continuar.
Esta vez la sangre no llegó al río, pues al parecer no se presentará moción de censura. Pero eso no es suficiente para respirar aliviados, porque subsiste la preocupación de que un instrumento tan delicado –la interpelación parlamentaria– esté en manos tan toscas.