Dos carros corriendo uno contra el otro a máxima velocidad. El primero que se sale de la ruta de colisión, pierde. El juego se llama ‘chicken’ (gallina) y, por increíble que parezca, ha sido jugado ya por generaciones.
Se supone que es un juego que sirve para medir el valor de los participantes. En realidad, desde luego, mide su necedad.
Pues bien, con la arbitraria censura planteada contra el primer ministro de Educación en décadas que ha avanzado con resultados importantes en una reforma de nuestra injusta educación pública, dio la impresión de que Fuerza Popular (FP) había decidido ponerse a jugar ‘chicken’ con el gobierno de Pedro Pablo Kuczynski. Después de todo, la moción planteada contra Jaime Saavedra por un tema que ni tenía que ver con la educación ni era razonablemente causa de censura, podía muy bien haber tenido como respuesta del Ejecutivo una cuestión de confianza sobre el Consejo de Ministros. Como se sabe, si esta cuestión de confianza era denegada, se caía el Gabinete, pero quedaba también jaqueado el Congreso ante la opción (constitucional) de su disolución si este volvía a recurrir a otra censura o denegatoria de confianza. Es decir, estallaba una guerra de alta intensidad entre ambos poderes, con consecuencias difíciles de predecir.
Si esto era una “impresión” –aunque fuerte– hasta el viernes pasado, luego de la publicación del ya célebre chat de la bancada fujimorista con su lideresa durante el debate de la interpelación a Saavedra se volvió una certeza. Ahí quedaba demostrado por escrito cómo el espíritu detrás de la interpelación era el de un despliegue de bravura adolescente. “Leo que está temblando” escribía uno de los voceros sobre el ministro. “Ya saben con quién se meten”, decía la congresista Chacón. “Estoy orgullosa de la fuerza de nuestro partido”, remataba Keiko Fujimori.
En su discurso de ayer, el presidente se negó a entrar en el juego y responder a una irresponsabilidad con otra, al tiempo que ratificaba su apoyo al ministro y su deseo de que FP recapacite. Al hacerlo, estuvo a la altura de su encargo. No hay que olvidar que los dos autos que acá iban a colisionar –los dos poderes del Estado con capacidad de crear normas– llevan en sus asientos de atrás a todos los peruanos. Y que, si bien buena parte de las consecuencias del enfrentamiento eran imprevisibles, había una que no lo era: todas las reformas que está trabajando el Gobierno y que tan vitalmente necesita el país, particularmente en todo lo que toca a la seguridad y la economía, se verían severamente complicadas o postergadas, si es que no simplemente anuladas por el Congreso.
Por otra parte, al privilegiar la continuidad de estas reformas (incluyendo la de aquella que ha venido dirigiendo el ministro Saavedra), el presidente ha mantenido abierto también el que podría ser el mejor camino hacia una mayor fuerza política suya: el camino de los resultados.
Puede pensarse, por supuesto, que esto ha sido solo el comienzo, que FP podría confundir la madurez mostrada por el presidente con debilidad, y pronto escogería otra víctima ministerial. Surgen, sin embargo, las siguientes preguntas: ¿Cuántas veces puede actuarse públicamente una arbitrariedad como esta sin pagar un precio en el apoyo que se tiene? ¿Realmente puede alguien que en la práctica es el jefe del Congreso jugar al desaparecido y negarse a llegar a acuerdos de gobierno con el Ejecutivo simulando que le tocó un rol secundario? ¿Cuántos de sus seguidores están dispuestos a continuar siéndolo si se sigue viendo que con sus actos –y no solo con sus palabras– la lideresa del fujimorismo aspira solo a poder congratularse del tamaño de su fuerza y no de haberla usado en beneficio del país? Y, en fin, ¿cuánto tiempo puede la cabeza de FP actuar exclusivamente como quien fiscaliza el poder desde afuera, cuando en realidad, por la forma en que este quedó distribuido en las pasadas elecciones, es corresponsable junto con el Ejecutivo de lo que pase con el país en estos cinco años?
Naturalmente, gran parte de la respuesta dependerá de cómo vaya reaccionando nuestra opinión pública. Ello es inevitable y natural: en una democracia, la ciudadanía es, finalmente, la mejor barrera contra el abuso del poder. Ya lo dijo Benjamin Franklin cuando le preguntaron qué forma de gobierno había dado la Convención Constituyente de la que él formó parte a los Estados Unidos: “Una República… si podemos mantenerla”.