Una vez más, llegamos al Día de la Mujer y, junto con la sensación de que no hay nada que celebrar, llega la certeza de que, en lo que concierne a reducir la violencia ejercida contra ellas, no hemos avanzado. Las víctimas de feminicidios (166 en el 2019) siguen acumulándose, las agresiones sexuales siguen dándose cada día y la indiferencia de un Estado incapaz de defender a sus ciudadanas es cómplice de lo listado.
Durante esta semana, los medios de comunicación hemos cubierto la historia de la violación y posterior asesinato de Camila, una niña de 4 años, por parte de un adolescente de 15. El caso, además de estremecedor, es paradigmático: la circunstancia de que una persona de esa edad perpetre estos crímenes delata cuán incrustado está el problema de la violencia de género en nuestra sociedad. Y si a ello se le añade el hecho de que hay 448 adolescentes internados por violación –más que los que cometen hurto agravado o sicariato–, se hace evidente que no solo ha fallado nuestro sistema de justicia, sino también el de educación.
Las reacciones que se han registrado a lo largo de la semana a propósito del caso descrito, además, ofrecen su propio vistazo al problema. Algunas personas, lejos de centrar su indignación en el feminicida, han señalado como culpable a la madre de la niña por no haber estado al cuidado de su hija cuando fue secuestrada. Una extensión de la lógica perversa que coloca sobre los hombros de las mujeres la responsabilidad de los crímenes que las victimizan. Ningún descuido de los progenitores, empero, debería atenuar la culpa de quien, con sus propias manos e inspirado por su propia crueldad, ultraja y termina con la vida de una persona.
Esto último, en un país en el que en los primeros 31 días del 2020 hubo 464 menores violados, es particularmente importante. A las víctimas hay que tratarlas como tales y sus casos, antes y después de los crímenes en su contra, deben ser tomados en serio.
Pero el 2020 también ha dado muestras palmarias de cómo, en muchas ocasiones, la persecución de los delitos contra las mujeres y la atención a las víctimas y sus familiares encuentran obstáculos y prejuicios en el propio Estado. Así, en febrero se descubrieron los restos desmembrados de Solsiret Rodríguez, una joven estudiante desaparecida desde hace más de tres años, y con ellos, la historia de cómo sus padres tuvieron que enfrentarse a la indolencia de las autoridades para hallarla. Según relatan, al acudir a la policía para denunciar la desaparición, no solo lidiaron con demoras, sino también con comentarios como “usted no sabe la clase de hija que tiene” o “seguro se fue con otro”.
Lamentablemente, la actitud desidiosa de las autoridades se acerca más a ser la norma que la excepción. Jesica Tejeda, por ejemplo, fue asesinada a finales del año pasado junto a tres de sus hijos a 159 metros de una comisaría y, aunque múltiples vecinos pidieron auxilio a los policías, la respuesta fue fatalmente tardía. Al mismo tiempo, como escribió Wilson Hernández en nuestra sección de Opinión el año pasado, entre el 2009 y el 2017, 23 de cada 100 mujeres víctimas de feminicidio íntimo habían denunciado previamente a sus parejas. Números frustrantes que dan la impresión de que, haga lo que se haga, el sistema falla al momento de protegerlas.
Así las cosas, por todo lo dicho, y por todos los otros problemas que aún impactan la vida de las mujeres, es importante que el Día de la Mujer nos haga reflexionar y aceptar que estamos lejos de la meta y que aún ellas ven su libertad condicionada por ser lo que son.