En los últimos años, mientras el descontento ciudadano a propósito del gran número de autoridades involucradas en casos de corrupción ha sido considerable, el malestar hacia la actitud que nuestros políticos han tomado con respecto a sus pares cuestionados ha sido aún mayor. Como ya hemos señalado desde esta página, si algo sirve para explicar el apoyo que ha recibido la criticable decisión tomada por el presidente Martín Vizcarra de disolver el Congreso, es la acumulación de fastidio que la anterior representación llegó a procurarse.
El desprestigio de la anterior legislatura, empero, no se ha agotado con su cierre y casos como la reciente acusación constitucional planteada por la fiscal de la Nación, Zoraida Ávalos, contra el miembro del Congreso disuelto Javier Velásquez Quesquén, el miembro de la Comisión Permanente Marvin Palma y el excontralor y candidato al Parlamento Edgar Alarcón con Unión por el Perú (UPP) son ejemplo de ello.
A los dos primeros, la titular del Ministerio Público les imputa el delito de tráfico de influencias y al último, el de cohecho pasivo. De acuerdo al documento, Alarcón habría recibido S/30.000 del exalcalde provincial de Chiclayo David Cornejo Chinguel –presunto cabecilla de la organización criminal Los Temerarios del Crimen– a cambio de que levante la suspensión temporal de operaciones que pesaba sobre las cuentas del municipio norteño. Una medida decidida por el propio excontralor, que había sido impuesta por la existencia de supuestas irregularidades en la ejecución del presupuesto de la referida autoridad edilicia, sustentadas en un informe elaborado por su órgano de control institucional (OCI). Velásquez Quesquén y Palma habrían ejercido “influencias reales” en una reunión con el ahora candidato de UPP en agosto del 2016 a favor de los intereses del mencionado burgomaestre.
Luego de que se conociera la presentación de la acusación constitucional que nos ocupa, los implicados se dispusieron a ofrecer sus descargos… y la defensa del señor Velásquez Quesquén es la que más llama la atención, pues ha dado a entender que se está buscando “criminalizar la función de representación congresal” por “participar en una reunión pública en [la] contraloría” con parlamentarios.
Sin embargo, el comportamiento inadecuado durante la labor legislativa y acusaciones como la de la señora Ávalos nos recuerdan la manera en la que el Parlamento extinto eligió lidiar con casos similares. En la retina de los ciudadanos aún se mantiene nítida la imagen del exfiscal de la Nación Pedro Chávarry siendo blindado en múltiples ocasiones en la Subcomisión de Acusaciones Constitucionales. Lo mismo ocurre con el caso de César Hinostroza y con la forma en la que el Legislativo caminó con pies de plomo para levantarle la inmunidad a Edwin Donayre, recientemente apresado por haber robado gasolina al Ejército en el 2006.
A todo esto, además, se sumó la renuencia de este poder del Estado a aceptar la reforma impulsada por el Ejecutivo a la inmunidad parlamentaria, redondeando la sensación de que tenían poco interés por que se les haga rendir cuentas por sus acciones.
Así las cosas, la renovación congresal que ocurrirá a fines de enero próximo ofrece una oportunidad. La nueva representación nacional tendrá la chance de demostrar que aquellas autoridades con cuestionamientos judiciales no serán, como ha ocurrido anteriormente, protegidas. En este sentido, debe atender con urgencia la denuncia constitucional contra Velásquez Quesquén, Palma y Alarcón, y cualquier otra acusación seria y sustentada que surja en el camino.
La ciudadanía también debe procurar elegir representantes que se vayan a mostrar implacables con quienes ostentan acusaciones por algún delito. Esta tarea no solo se cumplirá optando por candidatos probos, sino sancionando desde las urnas a aquellos que en algún momento hayan avalado lo contrario.
Ante esto, el caso de la acusación que nos ha ocupado será una de las grandes pruebas que tendrán que enfrentar nuestros nuevos padres de la patria.