Tras la denegación de la confianza al Gabinete encabezado por Pedro Cateriano, el presidente Martín Vizcarra se ha abocado a la tarea de conformar uno nuevo. El tiempo del que dispone para tal tarea es limitado y está próximo a agotarse, por lo que resulta probable que conozcamos la identidad del nuevo presidente del Consejo de Ministros y de los integrantes de su equipo en las próximas horas.
El encargo no es fácil por diversas razones. En primer lugar, porque pocas han de ser las personas dispuestas a exponerse al vapuleo irresponsable que este Congreso parece haber convertido en su marca de fábrica. Y en segundo término, porque la selección de los atributos que deben reunir el mencionado equipo y, sobre todo, quien lo encabece tiene que ser muy cuidadosa.
Un razonamiento simple llevaría a pensar que lo que hace falta es desbloquear la relación con el Parlamento, apartando de la propuesta que el nuevo Gabinete encarne los elementos que la mayoría de bancadas rechazó en lo planteado por Cateriano, pero una reflexión algo más profunda revela que eso sería un error.
La propuesta descartada por la representación nacional se sostenía, como se sabe, sobre tres pilares: luchar contra la pandemia, iniciar seriamente la recuperación económica y garantizar un proceso electoral limpio y democrático. Y la verdad es que nadie en su sano juicio podía –ni puede– objetar la necesidad de persistir en cada uno de ellos.
¿Qué fue entonces lo que conspiró contra la posibilidad de que Cateriano siquiera intentara sacar adelante esos tres empeños? Pues, como ya se ha señalado, una confluencia de embozados intereses económicos y prejuicios ideológicos. Mientras lo primero corrió por cuenta de las bancadas vinculadas a, digamos, universidades que resienten la vigilancia y la supervisión de la Sunedu (un elemento que, aunque no estaba directamente expresado en los tres pilares, estaba representado por la permanencia del ministro de Educación, Martín Benavides, en el Gabinete remozado), lo segundo fue cortesía de los sectores a los que la sola mención de la actividad minera les produce urticaria y la voluntad de alentar la generación de riqueza por parte del sector privado, retortijón.
En una combinación de abstenciones con votos en contra, ambas resistencias consiguieron entonces traerse abajo el afán de comenzar a hacer desde el Gobierno lo que la sensatez aconsejaba… Pero eso no quiere decir que haya que arriar esas banderas. Por el contrario, es indispensable insistir en ellas.
De hecho, en su mensaje inmediatamente posterior a lo ocurrido en el Congreso, el presidente Vizcarra anunció que la reforma universitaria “no se negocia”, lo que está muy bien. Pero, preocupantemente, nada dijo de los otros ingredientes de lo propuesto por Cateriano.
¿Quiere eso decir que va a volver a esa zona de confort político que halló al desactivar proyectos mineros y hostigar al sector privado (como cuando fustigó a las AFP o amenazó a las clínicas)? ¿Podría acaso negociar a puerta cerrada una capitulación en lo que hasta antes de ayer su Gobierno decía considerar fundamental? La experiencia dice que sí. Recordemos, si no, lo ocurrido con Tía María.
Por eso, conviene advertir de antemano que una asolapada marcha atrás en una recuperación económica basada en el impulso de sectores claves como la minería y, en general, la inversión privada, sería tan inaceptable como una concesión en lo que concierne a la reforma universitaria.
Los modos y tonos en los que el nuevo presidente del Consejo de Ministros se dirija al Congreso pueden ser distintos y modulados de acuerdo con la circunstancia, pero el mensaje tiene que ser el mismo. Es decir, el Gabinete que el presidente nos proponga debe expresar la confirmación de los pilares planteados por Cateriano. De lo contrario estaría cediendo a una extorsión y prolongando la agonía en la que la actual crisis nos ha sumido.