Tras el ascenso de Hugo Chávez al poder en 1999, el autodenominado socialismo del siglo XXI y su sintomatología marcada por el populismo, los idiolectos revolucionarios y las fórmulas económicas fundadas en el derroche, el asistencialismo, el voluntarismo económico y el estatismo empezaron a esparcirse como pandemia por algunos países latinoamericanos. Así cayeron enfermos Bolivia, Ecuador, Argentina, Brasil, Nicaragua, entre otros.
Nuestro país, por su parte, tuvo un conato de contagio con Ollanta Humala que, como se recuerda, en el 2006 reivindicaba el discurso chavista. No obstante, nuestro actual mandatario optó por un cambio de rumbo a raíz de la presión de un sector de votantes que condicionó su apoyo en la segunda vuelta del 2011 a que tal giro ocurriese.
La suscripción a esa moda ya trasnochada patentada por Hugo Chávez y compañía está perdiendo sentido. La luna de miel bolivariana, propiciada en su momento por los altos precios del petróleo y las materias primas, está llegando a su fin.
Brasil, el otrora “modelo a seguir”, sufre la crisis más importante de su historia política. Con la decisión de ayer del Partido del Movimiento Democrático Brasileño (PMDB) de romper la alianza con el gobierno de Dilma Rousseff, esta se acerca cada vez más al juicio político y su eventual destitución. Los escándalos de corrupción sumados a una economía que se contrajo en 3,8% el año pasado, una inflación de dos dígitos, devaluación de la moneda, aumento del desempleo y la completa desconfianza empresarial explican el 11% de aprobación popular.
En Bolivia, Evo Morales no logró el apoyo para postular a un cuarto período presidencial. Así, por medio de un referéndum en el que el No a la reelección alcanzó el 51,3% de los votos, Morales se vio desairado por sus propios compatriotas. Una clara señal de la pérdida de vigencia del caudillismo de Morales y de que los síntomas asociados a su forma de gobierno, como la corrupción (Bolivia ocupa el puesto 99 de 168 países en el índice de percepción de corrupción de Transparencia Internacional), están cansando a sus nacionales.
Dicho cansancio alcanza también a otros países del ALBA (Alianza Bolivariana). En Ecuador, por ejemplo, la aprobación del presidente Rafael Correa, según Cedatos/Gallup, alcanzó 41% en diciembre del año pasado, cayendo 10 puntos porcentuales con respecto al mes anterior. Y el mismo estudio reveló que 60% de los encuestados cree que la situación económica “va por mal camino”. Con el marco de esta tesitura, Correa ha desistido de una reelección, pese a que buscó habilitarla de manera indefinida con una reforma constitucional el año pasado.
En Argentina, por otra parte, los ciudadanos le dijeron adiós al populismo de Cristina Fernández, con la elección de Mauricio Macri y la relegación del kirchnerista Daniel Scioli. Los argentinos se mostraron hartos de la demagogia y de la fragilidad económica que buscaba ser maquillada por el gobierno anterior.
Venezuela misma vive un renacimiento. El país optó a fines del año pasado por respaldar a la opositora Mesa de la Unidad Democrática (MUD) y darle una mayoría calificada en la Asamblea Nacional, que la habilita a buscar, por la vía constitucional, el fin del mandato de Nicolás Maduro, para salir del atroz desabastecimiento que sufren y de la mayor inflación del planeta.
La medicina a este padecimiento, sin embargo, no viene en la forma de una pócima milagrosa y novedosa. Esta llega, más bien, por la vía democrática y respondiendo al agotamiento de los cuerpos enfermos, ansiosos por cambiar de clima.
La recuperación de la salud de la que empiezan a gozar los países vecinos es propicia también para recordar lo lacerante y costosa que fue la enfermedad del estatismo populista para nuestro país durante los años setenta y ochenta. Un mal que conocemos dolorosamente bien como para arriesgarnos a un rebrote.