Los socialcristianos nunca han constituido un partido de masas en el Perú. No lo fue la Democracia Cristiana (DC) que lideraba Héctor Cornejo Chávez y, aunque alcanzó dimensiones más respetables, no lo ha sido tampoco el Partido Popular Cristiano (producto de una escisión de la DC).
El PPC ha sido, en sus mejores momentos, un partido mediano que –solo o en alianzas en las que era el principal componente– ha llegado en cuatro oportunidades tercero en las elecciones presidenciales, y obtuvo un meritorio placé en los comicios para la Asamblea Constituyente de 1978.
Ha tenido también líderes y dirigentes importantes, como Luis Bedoya Reyes, Mario Polar Ugarteche o Roberto Ramírez del Villar, y un compromiso con la institucionalidad democrática y la reflexión doctrinaria que explican sus casi 50 años de historia y parecían asegurar su supervivencia por muchos más. En estos días, sin embargo, atraviesa por una crisis interna que podría ser terminal.
Una áspera confrontación entre los sectores autodenominados ‘institucionalista’ y ‘reformista’ (encabezados por Raúl Castro y Lourdes Flores, respectivamente) por la legitimidad de la votación registrada en ciertas localidades del país durante las elecciones de secretarios distritales, provinciales y departamentales que celebraron el domingo pasado los tiene al borde de la ruptura.
Los referidos secretarios, cabe señalar, serán quienes elegirán a su vez, en el congreso partidario del mes entrante, al nuevo presidente de la organización: un cargo que tanto Castro (quien actualmente lo ostenta) como Flores (quien lo ostentó en el pasado) aspiran a repetir. Y de ahí, quizás, el calibre de las descalificaciones que han intercambiado.
Existe, no obstante, una curiosa relación inversa entre lo encarnizado del enfrentamiento y la menudencia del poder que hay en disputa, porque las encuestas para la próxima elección presidencial no le conceden a un eventual candidato pepecista un porcentaje suficiente como para excluirlo del rubro ‘otros’ y, sin una buena figura de arrastre, es improbable que el PPC supere la valla electoral y conserve su inscripción ante el JNE.
¿Qué es, entonces, lo que realmente se están jaloneando estos dos sectores de la organización socialcristiana? Pues, probablemente, la facultad de decidir con quién ir en alianza en los comicios del 2016 (Flores se inclina por un entendimiento con el Apra, y a Castro hay quienes le atribuyen una voluntad de acercarse al fujimorismo) y la capacidad de colocar a los cinco o seis candidatos al Congreso que razonablemente pueden esperar a ver electos en una lista de coalición.
De ello cabe concluir que el infierno que viven actualmente tiene que ver con su pequeñez electoral, y esta es consecuencia directa del progresivo apocamiento de su gravitación en la política nacional.
La pregunta medular, por lo tanto, no debería ser cuál de las dos facciones en guerra tiene la culpa de la presente crisis, sino qué ocasionó que un partido que en 1980 tenía un candidato presidenciable (Luis Bedoya Reyes), una bancada propia y un espacio importante en el debate de las ideas y propuestas de gobierno, haya terminado 35 años después buscando a un postulante ajeno que lo acoja bajo sus alas para superar la valla electoral y unos cuantos cupos en una lista parlamentaria.
Y la respuesta, por supuesto, apunta a sus errores políticos. Es decir, las malas campañas que llevaron adelante en 1985, el 2001 o el 2006 (estas dos últimas, como se recordará, perdidas en el umbral de la primera vuelta) y, sobre todo, la casi invisibilidad de su labor opositora en el Parlamento tras cada una de esas derrotas.
Con honrosas excepciones, los integrantes de las bancadas del PPC y sus aliados de ocasión han sido funcionales a los gobiernos de turno; especialmente en los últimos 15 años. Y no solamente porque “apoyaron lo bueno para el país”, como suele recitarse.
¿A cuántos ministros que merecían una llamada de atención salvaron durante todo ese tiempo de la censura o siquiera de la interpelación? ¿Cuántas listas oficialistas a la Mesa Directiva del Parlamento contaron con integrantes de su bancada o por lo menos con sus votos a pesar de que ya habían demostrado su poca idoneidad para conducir ese poder del Estado? ¿Cuántas veces votaron en abstención frente a proyectos con cuya naturaleza estaban en desacuerdo, solo por no incordiar al poder establecido?
Ese, finalmente, es el cristiano examen de conciencia que tienen que hacer para comprender su conflictuado presente.