Luego de casi 14 años en el cargo, Evo Morales dejó ayer la Presidencia de Bolivia. Como suele suceder con quienes han abusado y subvertido las instituciones democráticas para aferrarse al poder, la salida de Morales no podía ser por la puerta grande.
Su renuncia se dio en un contexto de extendidas acusaciones de fraude durante el proceso electoral del pasado 20 de octubre. Según el cuestionado Tribunal Supremo Electoral (TSE) de Bolivia, el mandatario había ganado las elecciones en primera vuelta, al superar por más de 10 puntos al opositor Carlos Mesa. Con ello se cerraba la posibilidad de una segunda vuelta entre ambos candidatos. De acuerdo con un informe de la Organización de Estados Americanos (OEA), sin embargo, hubo “irregularidades muy graves” en las elecciones y “manipulaciones al sistema informático”, por lo que recomendaba repetir los comicios. Las protestas escalaron en todas las regiones de Bolivia durante semanas –en ocasiones con picos de violencia inadmisibles que desembocaron en las muertes de algunos manifestantes y en la violación de la propiedad privada– y el punto de quiebre llegó ayer en la mañana cuando el comandante de las Fuerzas Armadas del país, el general Williams Kaliman, “sugirió” (en un mensaje por demás preocupante en una región en la que la participación de los militares en política no evoca buenos recuerdos) al mandatario dar un paso al costado, incluso luego de que este último hubiera aceptado ya realizar nuevas elecciones.
Así, la dimisión de Morales fue solo el último capítulo de un proceso manchado por el abuso de poder y el copamiento del Estado. Como se recuerda, el presidente Morales perdió el referéndum del 2016 que planteaba una reforma constitucional que le permitía aspirar a un cuarto mandato consecutivo hasta el 2025. En noviembre del 2017, no obstante, un Tribunal Constitucional controlado por el oficialismo accedió a su reelección indefinida bajo el inverosímil argumento de que lo opuesto sería un recorte a los derechos humanos del mandatario. En general, la manipulación de las reglas de la democracia se convirtió una constante durante la administración de Morales, y este último intento de fraude fue solo la última demostración.
Respecto de sus resultados, la gestión del exlíder cocalero deja algunos puntos positivos y otros sinsabores. La presencia de Morales en la Presidencia de la República, por ejemplo, validó las aspiraciones de ciudadanía e igualdad de grupos históricamente marginados en Bolivia. Sin embargo, su retórica –en ocasiones divisoria– atizó las diferencias en vez de las semejanzas entre su población. “Ser indígena y ser de izquierda es nuestro pecado”, resaltó, de hecho, en su discurso de renuncia. Es difícil argumentar que Morales deja un país más unido que el que encontró.
Asimismo, es innegable que la economía boliviana tuvo un período de crecimiento durante el auge de los precios de las materias primas (se nacionalizó a empresas dedicadas a la producción de hidrocarburos y se crearon impuestos especiales para las ganancias de estas). Como en otros países de la región, ello permitió reducir la pobreza y mejorar la calidad de vida del boliviano promedio. En los últimos años, no obstante, las grietas del modelo económico empezaron a visibilizarse. En particular en torno al déficit fiscal (superior al 8% del PBI en el 2018), de un régimen que estaba ya gastando peligrosamente más de lo que conseguía ingresar a sus arcas. Gastos que muchas veces, como ha recordado el periodista Andrés Oppenheimer, eran meras frivolidades, como un avión presidencial de US$38 millones, la construcción de un edificio de US$36 millones como sede de Gobierno o el levantamiento de un museo dedicado a ensalzar la imagen de Morales.
Lo anterior, aunado a una inversión privada que permanece débil, ponen en duda la sostenibilidad de las finanzas bolivianas.
Pasado el temporal político de las últimas semanas, lo siguiente es que la transición del poder en Bolivia se maneje dentro de los cauces institucionales previstos por su Constitución. Según información al cierre de esta edición, la senadora opositora Jeanine Añez tomaría transitoriamente las riendas del país y convocaría a elecciones con nuevos vocales del tribunal electoral. Mientras tanto, la justicia deberá encargarse de evaluar las acciones del expresidente Morales durante los últimos años. La historia hará lo mismo.