Hace cuatro días, el presidente Ollanta Humala tuvo un exabrupto que alarmó a todos los que quieren ver superada la crisis de la censura a la ex primera ministra Ana Jara y la reanudación efectiva de la vida institucional del país. Durante un acto público en Ayacucho y mientras en Lima el nuevo presidente del Consejo de Ministros, Pedro Cateriano, hacía denodados esfuerzos por convencer a la oposición de la autenticidad de su cambio de estilo, él emprendió un feroz ataque a los críticos de la primera dama.
La señora Nadine Heredia –dijo– “es una combatiente y fiel compañera que trabaja a pesar de todos los insultos, [y] calumnias que hacen algunos cobardes cuando ven que una mujer tiene éxito, trabaja y apoya a su esposo”. No contento con esa primera ofensa general, además, precisó que se refería “a una jauría de cobardes” que solo sabe criticarla; y la asoció a “los partidos tradicionales” y a los congresistas que, a diferencia de ella, cobran por su trabajo. Un detalle que, bien pensado, no tiene nada de censurable y que, por lo demás, caracteriza también la naturaleza de su propia labor como jefe de Estado.
La andanada del presidente, sin embargo, llamó la atención por otras razones. Primero, porque la supuesta defensa no estuvo motivada por crítica alguna que se hubiese formulado contra su esposa en esos días. Es decir, fue una respuesta a un ataque inexistente, similar a la que ensayó hace algunas semanas, cuando afirmó que ciertos candidatos que ya estaban en campaña querían desactivar los programas sociales puestos en marcha por este gobierno... sin que persona alguna, política o no, hubiese amenazado con hacer cosa semejante entonces.
En segundo lugar, porque, aun si alguien hubiera criticado a la señora Heredia, no habría incurrido en un acto de cobardía, pues ella es presidenta del partido oficialista y la circunstancia de que sea mujer no la pone más allá de las vicisitudes propias de la vida democrática y de quien participa voluntariamente en política.
Y por último, porque injuriar –que es algo muy distinto que criticar– a los legisladores de los mismos partidos a los que el ministro Cateriano les estaba pidiendo dialogar se parecía pasmosamente a la definición que el diccionario da de la palabra ‘sabotaje’: oposición u obstrucción disimulada contra proyectos, órdenes, decisiones o ideas de otro.
¿Qué pretendía efectivamente el mandatario al provocar así a los parlamentarios que pronto tendrían que decidir si concedían o no el voto de investidura al nuevo jefe del Gabinete? ¿Que se lo negasen para poder luego disolver el Congreso? ¿Cobrarse así una revancha contra quienes acababan de imponerle una sanción política a su gobierno a través de la censura a Ana Jara?
Las interpretaciones en ese sentido, por supuesto, no se hicieron esperar. Y mientras algunos hablaron de la posibilidad de que el presidente se hubiera tomado prestada la proverbial ‘escopeta de dos cañones’ aprista, otros identificaron su desborde con “frases cuartelarias”; y Keiko Fujimori, concretamente, señaló que Cateriano no tenía que cuidarse de la oposición sino “de la actitud de su jefe”.
Las teorías conspirativas, empero, son un tanto generosas con las capacidades estratégicas de esta administración. Un gobierno que repetidas veces ha demostrado carecer de los reflejos necesarios para aplicar el más elemental control de daños ante cualquier crisis, mal podría maquinar una intriga como la que se le quiere atribuir.
La explicación de que la serie de diálogos emprendida por el jefe del Gabinete le merezca aparentemente al presidente una consideración que está incluso por debajo de la mostrada por representantes de la oposición como Alan García o la lideresa de Fuerza Popular es, nos tememos, más rústica: a estos últimos les interesaría que Cateriano se consolide en su puesto para poder, entre otras cosas, asegurar los comicios del próximo año en los que quieren participar; mientras que al actual mandatario, por razones obvias dado que no existe ya la figura de reelección inmediata, se diría que no.
Se trata solo de una conjetura, por supuesto, y nada nos complacería tanto como comprobar que es equivocada. Pero para ello haría falta que el presidente encabece y oriente el importante proceso que acaba de iniciar el primer ministro, en lugar de andarlo entorpeciendo.